Qué es y qué retos plantea el feminismo: Amelia Valcárcel

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INTRODUCCIÓN
1.1. Qué es el feminismo

Feminismo es aquella tradición política de la modernidad, igualitaria y democrática, que mantiene que ningún individuo de la especie humana debe de ser excluido de cualquier bien y de ningún derecho a causa de su sexo. Feminismo es pensar normativamente como si el sexo no existiera. Por tanto el feminismo no es un machismo al revés, sino algo muy distinto: Una de las tradiciones políticas fuertes igualitarias de la modernidad, probablemente la más difícil además, puesto que se opone a la jerarquía más ancestral de todas. Incluso cuando todas las jerarquías se ponen en cuestión, la jerarquía entre los varones y las mujeres se ha mantenido. Pero, puesto que el feminismo se opone al uso del sexo como medida, se opone a los abusos en función del sexo: no es un machismo al revés, pero es absolutamente contrario al machismo. La verdadera razón de ser del machismo es la propia jerarquía sexual, no algunas de sus indeseables consecuencias.

El que las mujeres deban estar sometidas a los varones ha sido difícil de cuestionar a lo largo de la historia. Se pudieron poner en cuestión algunas de las consecuencias, pero oponerse de modo concreto a la jerarquía en sí, declararla ilegítima, preguntarse por su porqué y su hasta cuándo no fue posible hasta que a su vez no se produjo el adecuado contexto de ideas. Hizo falta llegar al siglo XVII y que surgiera en el panorama la noción nueva de individuo que se plantea en la filosofía política barroca: el individuo que es abstracto y carece de cualquier determinación. Sólo entonces cabía decir que tales individuos abstractos deben de existir en la legislación, también encarnados en las prácticas morales, en los cuerpos civiles, en las costumbres… Este es el fundamento ideológico de la democracia y el feminismo: el concepto de individuo abstracto de la filosofía política liberal. Ese individuo que es esencialmente libre y que, por serlo, es igual a todos los demás individuos.

1.2. Feminismo e Ilustración

El feminismo como tal es uno de los pilares más fuertes de una democracia, y una democracia cuando funciona es feminista, y cuando no lo es, se le puede y se le debe reprochar: ¿Cuál es el origen del feminismo como filosofía política? El feminismo viene de la Ilustración Europea, aunque arranca previamente de la filosofía barroca. Pero es en el Siglo de las Luces cuando toma su primer gran impulso. Ese siglo, que es una larga polémica en torno a los más variados temas, (el lujo, el gusto, las artes y las ciencias, la superstición, los textos sagrados, las formas de estado, los temperamentos… y tantas otras), inaugura como polémica la igualdad de ingenio y trato para las mujeres. El XVIII, que es el origen de nuestro mundo de ideas, de gran parte de nuestro marco institucional y de bastantes modos de vida actuales, es también la fuente de nuestro horizonte político e incluso del horizonte de reformas sociales y morales en el que todavía estamos viviendo. Ese siglo singular presenta el primer feminismo como uno de los elementos polémicos del programa ilustrado.

1.3. Las tres grandes etapas del Feminismo

El feminismo, como filosofía política y también como práctica, ha tenido tres grandes etapas: Feminismo Ilustrado, Feminismo liberal-sufragista y Feminismo Contemporáneo. La primera abarca desde sus orígenes hasta la Revolución francesa; la segunda desde el manifiesto de Seneca (1848) hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial y en la tercera, que comienza en el 68, seguimos viviendo ahora que entramos en el siglo XXI.

El feminismo ilustrado se presenta como una polémica, como un debate, sobre todo acerca de la igualdad de la inteligencia y la reivindicación de educación. El liberal continúa la lucha por la educación, a la que añade los derechos políticos, elegir y ser elegida, y se centra por consiguiente en el acceso a todos los niveles educativos, las profesiones y el voto. El feminismo contemporáneo comienza como una lucha por los derechos civiles para irse centrando en los derechos reproductivos, la paridad política y el papel de las mujeres en el proceso de globalización.

Tres grandes etapas del feminismo:

Ilustrado: Reconocimiento de la igualdad de la inteligencia Reivindicación de la educación

Liberal-sufragista: Acceso a todos los niveles de educación, las profesiones y el voto

Contemporáneo: Derechos civiles, derechos reproductivos, paridad política, papel de las mujeres en la globalización

Subrayar el origen ilustrado del feminismo sirve para distinguir lo que es pensamiento feminista de una serie de pensamientos, también polémicos, que se producen recurrentemente en la tradición europea desde el siglo XIII. En los albores de la Baja Edad Media, nacen toda una serie de nuevos modos e ideas que suelen resumirse bajo el nombre de “Amor Cortés”. En tal entorno surge una literatura peculiar que llamaré «discurso de la excelencia de las nobles mujeres» que tiene sus cultivadoras y cultivadores así como usos sociales inequívocos. Sirve para proporcionar modelos de autoestima y conducta a las mujeres de las castas nobles. Glosa a reinas, heroínas, santas y grandes damas del pasado y, a través de ellas, ofrece modelos de feminidad que contribuyan a la creación de cortesía en el grupo de poder. Este discurso de la excelencia no se produce sin opiniones en contra: tiene como paralelo continuado una literatura misógina, por lo común clerical pero también laica, que, a su vez, viene de remotos orígenes. Ambos, el discurso de la excelencia y el misógino, compiten hasta el Barroco en forma casi ritualizada. Uno exalta las virtudes y cualidades femeninas y da de ellas ejemplos. Otro se ensaña en los defectos y estupidez pretendidamente congénitos del sexo femenino, con una plantilla de origen que habría de remitirse a los Padres de la Iglesia o incluso a Aristóteles. Filóginos y misóginos repiten los mismos ejemplos y argumentos sin jamás llegar a acuerdo, –ni quizá pretenderlo– en una disputa tan ritualizada como la de Don Carnal y Doña Cuaresma. Unos y otros no ponen tampoco en duda el marco común: que las mujeres han de estar bajo la autoridad masculina, aunque discrepan en lo que toca al respeto que haya de acordárseles. Porque es eso, el derecho a la dignidad y al respeto de seres esencial y funcionalmente separados, lo que se pone en común. En el mejor de los casos la pretensión más alta a la que cabe apelar, si la disputa se resuelve a favor de las mujeres, es la que resume Calderón en El Alcalde de Zalamea: «Puesto que de ellas nacemos, no digas mal de mujer»1.

EL FEMINISMO ILUSTRADO. LA PRIMERA OLA
El feminismo se diferencia de estos tópicos de forma radical. Es un pensamiento político típicamente ilustrado: En el contexto de desarrollo de la filosofía política moderna, el feminismo surge como la más grande y profunda corrección al primitivo democratismo. No es un discurso de la excelencia, sino un discurso de la igualdad que articula la polémica en torno a esta categoría política. El feminismo tiene su obra fundacional en la Vindicación de Mary Wollstonecraft, un alegato pormenorizado contra la exclusión de las mujeres del campo completo de bienes y derechos que diseña la teoría política rousseauniana. Esta obra decanta la polémica feminista ilustrada, sintetiza sus argumentos y, por su articulación como proyecto, se convierte en el primer clásico del feminismo en sentido estricto.

El pensamiento ilustrado es profundamente práctico. Se plantea cambiar el mundo: frente al que existe, prefiere imaginar un mundo como debe ser y buscar las vías de ponerlo en ejecución. Sin embargo, de lo dicho no cabe deducir que la Ilustración es de suyo feminista. Es más, pienso que el feminismo es un hijo no querido de la Ilustración. Rousseau, uno de sus teóricos principales, había escrito: «En efecto, es fácil ver que, entre las diferencias que distinguen a los hombres, muchas que pasan por naturales son únicamente obra del hábito y los diversos modos de vida que los hombres adoptan en la sociedad. Así, un temperamento robusto o delicado, la fuerza o la debilidad que de él dependen, muy a menudo provienen más de la naturaleza dura o afeminada en que se ha sido educado, que de la constitución primitiva de los cuerpos. Lo mismo pasa con las fuerzas del espíritu… Sin prolongar inútilmente estos detalles, cada uno debe ver que los lazos de la servidumbre, que no están formados más que por la dependencia mutua de los hombres y las necesidades recíprocas que los unen, es imposible señorear a un hombre sin antes haberle puesto en el caso de no poder prescindir de otro; situación que, no existiendo en el estado de naturaleza, deja a cada cual libre del yugo y hace vana la ley del más fuerte»2.

Pues bien, este filósofo radical que ni siquiera admite la fuerza como criterio de desigualdad en el estado presocial, que considera injusto todo privilegio posterior, que en el mismo texto citado también afirma que «es difícil demostrar la validez de un contrato que no obliga más que a una de las partes, que pone todo de un lado y nada del otro», que considera que la libertad es un tipo de bien tal que nadie está autorizado a enajenar, asevera que, por el contrario, la sujeción y exclusión de las mujeres es de todo punto deseable.

El democratismo rousseauniano es excluyente. La igualdad entre los varones se cimienta en su preponderancia sobre las mujeres. El estado ideal es una república en la cual cada varón es jefe de familia y ciudadano. Todas las mujeres, con independencia de su situación social o sus dotes particulares, son privadas de una esfera propia de ciudadanía y libertad. Rousseau decantaba así la polémica feminista del XVIII. Figura intelectual de gran talla, pero por origen fuera de la corriente de las filosofías de salón, no se sentía obligado a mantener ni siquiera un precario «feminismo galante». Las mujeres son un sexo segundo y su educación debe garantizar que cumplan su cometido: agradar, ayudar, criar hijos. Ni los libros ni las tribunas están hechos para ellas. Su libertad es odiosa y rebaja la calidad moral del conjunto social.

Puede que ambos sexos fueran, en el inicio remoto precivil, aproximadamente iguales. Pero «El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos que los hombres conocen, el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia se volvió una sociedad pequeña, tanto más unida cuanto que el vínculo recíproco y la libertad eran sus únicos lazos; y entonces se estableció la primera diferencia en la forma de vivir de los dos sexos, que hasta aquí no habían tenido más que una. Las mujeres se volvieron más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos, mientras que el hombre se iba a buscar la subsistencia común»3.

Y, a fin de garantizar este idílico estado familiar, el Rousseau pedagogo escribirá en el libro V del Emilio: «En lo que se relaciona con el sexo la mujer es igual al hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma. En lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el varón y siempre se encuentran diferencias. Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral. Consecuencia palpable, conforme a la experiencia, y que pone de manifiesto la vanidad de las disputas acerca de la preeminencia o igualdad de los sexos en lo que existe de común entre ellos, son iguales, pero en lo diferente no son comparables. Se deben parecer tan poco un hombre y una mujer perfectos en el entendimiento como en el rostro. El uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia. Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre… el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada». El varón es, por relación a la mujer, marido y tiene sobre ella preeminencia por naturaleza.

Cuando afirmo que el feminismo tiene su nacimiento en la Ilustración y es un hijo no querido de ésta, no hago más que poner de relieve que, como resultado de la polémica ilustrada sobre la igualdad y diferencia entre los sexos, nace un nuevo discurso crítico que utiliza las categorías universales de su filosofía política contemporánea. Un discurso, pues, que no compara ya a varones y mujeres y sus respectivas diferencias y ventajas, sino que compara la situación de privación de bienes y derechos de las mujeres con las propias declaraciones universales.

Estas declaraciones se compusieron usando las líneas y terminologías acuñadas por Rousseau, de ahí que el papel de su pensamiento sea tan importante para entender el propio feminismo como teoría política4. El feminismo es la primera corrección fuerte y significativa al democratismo ilustrado. Proviene, como no, de la fase polémica anterior, pero se fragua y solidifica en contraste con las prácticas políticas, –declaraciones de derechos americanas y francesa– y con las teorías políticas que les sirven de fundamento. Porque Mary Wollstonecraft es demócrata rousseauniana, porque estima que tanto el Contrato Social como el Emilio dan en la diana de cómo debe edificarse un estado legítimo y una educación apropiada para la nueva ciudadanía, no está dispuesta a admitir la exclusión de las mujeres de ese nuevo territorio. Sólo a partir de la asunción completa del nuevo paradigma sociopolítico cabe argumentar contra sus insuficiencias. Justo porque entiende bien que cada sujeto ha de ser libre y dueño de sí y sus derechos, que no ha de ser guiado por su exclusivo interés, sino que debe realizar un contrato con la voluntad general, que esta voluntad general no coincide con la voluntad de todos, ya que posee elementos normativos propios, porque acepta que cada sujeto debe auto-dominarse para la vigencia de los objetivos comunes, y, por último, porque el estado ha de ser quien represente tales objetivos y bienes comunes, Wollstonecraft no puede digerir que el sexo excluya a la mitad de la humanidad de este anhelo de la razón. Porque, al fin, sólo de eso estamos hablando mientras construye su alegato y lo publica en 1792.

Si bien el Contrato Social funciona como modelo para la Revolución Francesa, es tan sólo un modelo en trámite, puesto que las exclusiones que mantiene están siendo respetadas punto por punto. La Declaración de 1789, dedicada «a la generación naciente» está repleta de expresiones rousseaunianas; las cenizas del filósofo se depositan, con toda pompa, en el Jardín Nacional. Mientras, los «Cuadernos de Quejas» enviados por algunas mujeres a la Asamblea, que piden instrucción, modestos ejercicios de voto, reforma de la familia y protección, no son tenidos en cuenta5. La Vindicación de los derechos de la mujer no nacía sola. Estaba avalada por el difuso sentimiento igualitarista que fluía en el conjunto social en el momento previo a la Revolución y que la Ilustración había cultivado. Transmitía también las actitudes de bastantes mujeres que, generalmente por su origen y encuadre social, habían conseguido acceder a grados incluso amplios de cultura. Buscaba un público atento en las élites políticas y del pensamiento que, ocasionalmente, había ya manifestado estar a favor. En 1790 Condorcet había repetido lo ya escrito en el 87: «¿Acaso los hombres no tienen derechos en calidad de seres sensibles capaces de razón, poseedores de ideas morales? Las mujeres deben, pues, tener absolutamente los mismos y, sin embargo, jamás en ninguna constitución llamada libre ejercieron las mujeres el derecho de ciudadanos»6.

Sin embargo, la Vindicación, a pesar de sus muchas e inmediatas ediciones desde su publicación en el 1792, a pesar del uso de un lenguaje contrastado y acomodado a su política de origen, no logró traspasar sus ideas más que a algunos pequeños círculos intelectuales7. Lo mismo había sucedido con la mucho más breve Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana que, redactada por Olimpia de Gouges, había aparecido en 1791. La autora de esta última mereció en premio a su pluma y fama, ser guillotinada dos años después, lo mismo que Wollstonecraft fue objeto de difamaciones y sarcasmos. De la más que fría acogida de los círculos políticos afines tenemos una prueba reveladora: El panfleto Proyecto de una ley por la que se prohíba a las mujeres aprender a leer procede de uno de los grupos más radicales presentes en la escena revolucionaria8. De las invenciones y propuestas novedosas que pulularon en aquel ambiente político, el feminismo fue una de las más desamparadas. Lo único que tenía a su favor era el artículo XI de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano: algunas individuas e individuos podían defender y expresar libremente pensamientos y opiniones, «uno de los derechos más preciosos del hombre», pero poco más. A tales opiniones se oponía una firme barrera de prejuicios bien instalados en las prácticas sociales y políticas. A esas inercias Rousseau había dado nueva solidez y decoro. Porque su pensamiento no se limitó a argumentar la exclusión de las mujeres de su visión genial y anticipadora del nuevo ámbito de lo público, sino a ofrecer modelos de feminidad exitosos.

En la negativa rousseauniana a la ciudadanía de las mujeres y en su instrumentación por parte de la política revolucionaria coexistían varias líneas de fuerza que, en conjunto, permitían secularizar el desigual trato dispensado al sexo femenino al librarse de las desfasadas argumentaciones mítico-religiosas. La argumentación política se desdoblaba de otra que era moral y ambas se mantenían sobre un fundamento inexplícito de interés. Se ha visto parte de la argumentación excluyente rousseauniana, la que concierne al origen y fundamento de la exclusión en la naturaleza y que hace de todos los varones maridos y, del mismo modo, esposas de todas las mujeres. La familia es la sociedad original y es jerárquica; esa jerarquía tiene efectos.

Del molde rousseauniano brota también el nuevo modelo de feminidad que la división de papeles políticos sacraliza. Si las mujeres no pertenecen al orden de lo público-político es porque lo hacen al doméstico-privado. Ese reparto y esa segunda esfera ha de permanecer como fundamento y condición de posibilidad del todo político. Las mujeres, ni por cualidades de su ánimo, esto es, vigor moral que comporta inteligencia, honorabilidad, imparcialidad, ni por cualidades físicas, sabida su manifiesta debilidad corporal, pueden pagar el precio de la ciudadanía. Regidas por el sentimiento y no por la razón, no podrían mantener la ecuanimidad necesaria en las asambleas y, físicamente endebles, no serían capaces de mantener la ciudadanía como un derecho frente a terceros. Ni las asambleas ni las armas les convienen. Siendo esto así, no se puede ser mujer y ciudadano, lo uno excluye lo otro. Pero esta exclusión no es una merma de derechos, ya que no podrían ser acordados a quien no los necesita porque es la propia naturaleza quien se los ha negado. Las mujeres son, consideradas en su conjunto, la masa pre-cívica que reproduce dentro del Estado el orden natural. No son ciudadanas porque son madres y esposas.

El Estado está formado por los varones los cuales tienen responsabilidades y derechos y colaboran a la edificación de la voluntad general y a los objetivos del interés común. Las mujeres, vinculadas como están a un orden previo, ni siquiera pueden pensar ese orden. Su incapacidad de realizar el contrato que cada individuo hace con la voluntad general nace de su situación en la esfera familiar, que no es política, sino natural. Como colectivo deben ser mantenidas bajo la autoridad real y simbólica de los varones: la real radicada en que cada una de ellas debe abnegación y obediencia a un varón concreto, la simbólica en que todas deben reverencia al sexo capaz de mantener el orden político. Y esto, que podría entenderse como una exclusión injusta, no lo es, sino que, muy al contrario, la separación de esferas conviene que sea nítida para el propio bien de las excluidas. No debe cargarse al sexo familiar con el peso de la cosa pública: dada su naturaleza, o no soportarían sus exigencias o introducirían su incapacidad en los asuntos graves tergiversando los fines generales. En este reparto no hay ni debe haber excepciones. En una frase que Rousseau escribe en el «Manuscrito de Ginebra» del Contrato Social y luego descarta, (lo que manifiesta algo sobre su deseo de no provocar en exceso a la cultura de los salones), escribe: «En un Estado libre, los varones, a menudo reunidos entre ellos, viven poco con las mujeres». Y en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, la división de tareas entre los sexos aparece en la dedicatoria: «¿Podría yo olvidar a esta preciosa mitad de la república que hace la felicidad de la otra, cuya dulzura y sabiduría mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas, la suerte de vuestro sexo siempre será gobernar al nuestro… Sed siempre, pues, lo que sois, las castas guardianas de las costumbres y de los dulces vínculos de la paz; y continuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del corazón y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud»9.

La existencia segregada de los sexos aparece en el primer texto como un acompañante de la libertad y en el segundo como garantía de la paz. Sin embargo la existencia de dos esferas tampoco significa el reconocimiento de dos fuentes de autoridad. Sólo los varones son capaces de igualdad y libertad en el Estado, lo que supone que se admitan entre ellos las jerarquías legítimas, y también detentan la autoridad en el orden familiar. Y ello en el mismo pensador que no admite que ningún individuo pueda empeñar ni renunciar a la libertad propia. Pero debe sobreentenderse que el individuo es, a todo efecto, masculino. La diferencia entre varones y mujeres es ínfima, escribe en otros textos, pero significativa: «Por muchas razones que vienen de la naturaleza de la cosa, el padre debe mandar en la familia. Primeramente, la autoridad no debe ser igual entre el padre y la madre; hace falta que el gobierno resida en uno y que, en las divisiones de opinión, haya una voz preponderante que decida. Por ligeras que se quieran suponer las incomodidades particulares de la mujer, como son para ella siempre un intervalo de inacción, son razón suficiente para excluirla de esta primacía: porque cuando la balanza es perfectamente igual, una paja basta para hacerla bascular. Además, el marido debe tener inspección sobre la conducta de su mujer porque le importa asegurarse de que los hijos que está forzado a reconocer y alimentar no pertenezcan a otro que él. La mujer, que no tiene nada parecido que temer, no tiene el mismo derecho sobre el marido»10. Párrafos de este y parecido tenor llevan a Wollstonecraft al borde de la cólera. En ocasiones su prosa encoge el ánimo; sobre todo cuando lamenta el destino amargo de las mujeres que por nadie son amparadas y no tienen recursos para defenderse. Mujeres a quienes se les niega el uso de sus capacidades, se las hace dependientes o víctimas, se las empuja a una dependencia que las pone al arbitrio de la buena o mala voluntad de un individuo que tiene sobre ellas derechos casi completos. Esto, sin duda, entristece, pero todavía más encoleriza que aquellos cuyos pensamientos ofrecen modos de romper las cadenas de todas las inmemoriales servidumbres, estén, sin embargo, dispuestos a asegurar la opresión femenina. Quienes como Rousseau sueñan mejores metas para la humanidad están decididos a dejar que las mujeres no puedan escapar a su destino impuesto.

Wollstonecraft decanta la polémica ilustrada de los sexos mediante el uso de categorías universales políticas cuya fuente se encuentra en el derecho natural racional. Pero a la vez inaugura la crítica de la condición femenina. Supone que bastantes de los rasgos de temperamento y conducta que son considerados propios de las mujeres son en realidad producto de su situación de falta de recursos y libertad. Desde su visión ilustrada niega que la jerarquía masculina sea otra cosa que un privilegio injusto avalado por prejuicios inmemoriales. «No quiero –escribe– hacer alusión a todos los autores que han escrito sobre el tema de los modales femeninos -de hecho sólo batiría terreno conocido, porque, en general, han escrito con el mismo estilo–, sino atacar la tan alardeada prerrogativa del hombre; la prerrogativa que con énfasis se llamaría el férreo cetro de la tiranía, el pecado original de los tiranos. Me declaro en contra de todo poder cimentado en prejuicios aunque sean antiguos»11.

La situación de las mujeres no tiene otro origen distinto que el abuso de poder en que se funda el orden de la nobleza de sangre a abatir. Ambas dominaciones, la de clases y la de sexo, son políticas y no se puede estar contra una de ellas y dejar a la otra intacta. Lo que los varones ejercen sobre las mujeres no es una autoridad natural –no hay ninguna de este tipo– sino un privilegio injusto: «si se prueba que este trono de prerrogativas descansa sólo en una masa caótica de prejuicios sin principios de orden inherentes que los mantengan juntos… se pueden eludir sin pecar contra el orden de las cosas»12.

El dar el moderno nombre de privilegio a la ancestral jerarquía entre los sexos era la radical novedad teórica que el primer feminismo ilustrado ejercía. Era posible gracias al empleo de las categorías conceptuales y discursivas de la Modernidad, pero traspasaba los usos para las cuales habían sido concebidas. El feminismo aparecía como un hijo no deseado de la Ilustración. Implicaba la subversión de un orden que muy pocos querían ver producirse. Parecía amenazar a los mismos pilares de la nueva respetabilidad burguesa. La negativa a aceptar la estirpe, de la que provenía el orden de privilegio de la nobleza de sangre, implicaba una nueva forma de familia en la que la jerarquía sexual era básica. Ello entrañaba redefinir los nuevos papeles masculinos y femeninos.

He afirmado que también tiene su origen en Rousseau el nuevo modelo de feminidad. En La Nueva Eloísa y en el Emilio se forja un molde de mujer que lleva aparejadas sensibilidad y maternidad. E. Badinter ha investigado la fabricación de este modelo de mujer-madre y la consiguiente abrogación de las prácticas anteriores: crianza mercenaria, nodrizas y hospicios13. Cada individuo varón es concebido como un virtual pater familias cuyo alto fin es, en paridad con los demás, conformar la voluntad general que es el Estado. Cada mujer debe existir y ser formada para esposa. A ellos corresponde el ámbito público, a ellas el privado. «Con independencia de las dotes y capacidades particulares», como Hegel escribiría en su Filosofía del Derecho, cada género tiene marcado un destino por nacimiento. La complementariedad se transforma en la palabra clave y de ella está excluida la justicia simétrica. No es conveniente ni deseable que los sexos neutralicen sus características, sino que las exageren. Ello es garantía de orden. No son iguales, sino complementarios. Así lo ha querido la naturaleza y el nuevo orden sociopolítico no debe alterar su voluntad. El feminismo planteaba que la dominación masculina era política. La respuesta fue naturalizarla dotando a cada sexo de principios de acción y de excelencia particulares14.

Pero bajo la pretendida complementariedad subyace la verdadera división: En nuestro mundo humano una parte es cultura, esto es, ideas, hábitos, conceptos, instituciones, ritos, racionalidad, es decir, todo aquello que nos conforma como distintos de las demás especies naturales, y otra parte es naturaleza, absoluta identidad que a sí misma se reproduce y en sí misma se mantiene. En esta división fundamental, los varones son cultura y las mujeres naturaleza. El destino de las mujeres es reproducir la especie y así debe seguir siendo. Parafraseando a Rousseau «deben seguir siendo lo que son». Así ha sido siempre y tal destino no tiene razón para cambiar. No es voluntad de nadie que sea como es, sino decreto inmemorial del mundo. Cuantos cambios sean deseables y se produzcan en el ámbito humano, incluida una nueva vivencia de lo público, una nueva política que es justamente la más alta expresión del espíritu y la razón, no tienen por qué afectar al estatuto del completo colectivo de las mujeres. Ellas se mantienen y han de ser mantenidas en su propio orden, el seno indiferenciado de la naturaleza «con independencia de las capacidades y dotes particulares», como llegaría a escribir Hegel. Si en el núcleo profundo de lo humano hay una división entre naturaleza y espíritu, las mujeres son naturaleza y, por lo tanto, lo que en sus vidas se produzca no es político ni resultado de padecer las consecuencias de un privilegio injusto. Lo político no debe jamás pensar como propio ni iluminar ese mundo, ni mucho menos pretender variarlo.

Recapitulando: Si el primer feminismo que surgía como decantación de la polémica ilustrada había conseguido formular en clave política sus demandas, con dos pilares, concepto viril de la ciudadanía y nueva definición de la feminidad, se comenzó a edificar la democracia excluyente. Pasado el momento revolucionario, realizar la nueva legislación civil y penal napoleónica e institucionalizar el modelo educativo burgués fueron sus dos grandes etapas.

Conocemos por el nombre genérico de codificaciones napoleónicas aquellas nuevas formas de derecho que sustituyeron al antiguo orden del derecho parcial de castas, oficios y estamentos. El derecho tomó la universalidad por patrón y por modelo al derecho romano. Acabó con el mosaico disperso de los derechos antiguos y en su lugar instituyó un derecho civil homogéneo y un derecho penal suavizado según los principios ilustrados que habían sido defendidos por Beccaria. En las nuevas codificaciones civiles, con la ayuda fundamental del modelo del derecho romano, la minoría de edad perpetua para las mujeres quedaba consagrada. Eran consideradas hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso sus hijos. No tenían derecho a administrar su propiedad, fijar o abandonar su domicilio, ejercer la patria potestad, mantener una profesión o emplearse sin permiso, rechazar a un padre o marido violentos. La obediencia, el respeto, la abnegación y el sacrificio quedaban fijadas como sus virtudes obligatorias. El nuevo derecho penal fijó para ellas delitos específicos que, como el adulterio y el aborto, consagraban que sus cuerpos no les pertenecían. A todo efecto ninguna mujer era dueña de sí misma, luego todas carecían de lo que la ciudadanía aseguraba, la libertad.

De otra parte, la institucionalización del currículum educativo de la nueva sociedad, también las excluía. El nuevo estado liberal tomó para sí la responsabilidad de la educación y estabilizó los tramos educativos corrientes que conocemos: educación primaria, media y superior. El currículum educativo se convertía en la llave que permitía acceder a los ejercicios profesionales. La universidad del antiguo régimen cambió y pasó a depender para sus títulos del aval estatal. El estado también reguló los tramos medios y creó su propia red de centros y funcionariado. Incluso la formación primaria se estabilizó y dejó de depender de la familia o la escolarización no regulada. El Estado se volvía juez y garante de lo que un individuo sabía o no sabía, de su competencia curricular. Las mujeres quedaron excluidas formalmente de los tramos educativos medios y superiores y su enseñanza primaria se declaró graciable.

Sin capacidad de ciudadanía y fuera del sistema normal educativo, quedaron las mujeres fuera del ámbito completo de los derechos y bienes liberales. Por ello el obtenerlos, el conseguir el voto y la entrada en las instituciones de alta educación, se convirtieron en los objetivos del sufragismo.

EL FEMINISMO LIBERAL SUFRAGISTA. LA SEGUNDA OLA
El siglo XIX, y no sin retrocesos y sobresaltos, fue consolidando el modelo sociopolítico liberal. Pese a los intentos de restauración del orden antiguo, el napoleonismo y la naciente sociedad industrial habían alterado el panorama en tal grado que ni los más nostálgicos podían mantener su propósito de vuelta atrás. Cuando las potencias reunidas en el Congreso de Viena acordaron el restablecimiento de los viejos moldes y el apoyo mutuo de los monarcas restaurados contra posibles insurrecciones revolucionarias, sabían que mantener su acuerdo era casi imposible15. La aceptación progresiva de los principios liberales y los modelos de alternancia política se fueron estabilizando. La teoría política en que se fundó el primer liberalismo resultó de una amalgama de los principios abstractos rousseaunianos con las elaboraciones sólidas de la teoría estatal de Benjamin Constant. La separación de esferas pública y privada, familia y estado, en qué consistía el fundamento del concepto de estado rousseauoniano fue admitida completamente por la filosofía política liberal.

El primer liberalismo concibe al ciudadano como un «pater familias» y utiliza las ideas de contrato social y voluntad general. Estas dos últimas fueron rechazadas y atacadas por la tradición conservadora y ultramontana, pero es excusado decir que el acuerdo sobre la primera se mantiene en todos los autores. Cuando Hegel escribe la «Fenomenología» y más tarde la «Filosofía del Derecho» deja claro cuál es el sentir más probado de los tiempos: bien está la abolición de las estirpes porque pueden convertirse en dueñas del estado; mal concebir al estado como un contrato y peor aún concebir el matrimonio como un contrato. La familia es la garantía del orden y en ella la separación de los sexos y sus funciones es el fundamento último e inamovible de la eticidad.

3.1. La misoginia romántica

Las conceptualizaciones de Rousseau acerca de lo que varones y mujeres tenían derecho a esperar de la política fueron decisivas para entender las claves del siglo XIX. El Rousseau contractualista fue atacado y convivió con el Rousseau inatacado, el que había dictaminado que existían dos territorios que no se podían mezclar, el político espiritual para los varones y el natural para las mujeres. Esta división del mundo había sido dictada por la filosofía y eso requiere una explicación.

En nuestro mundo actual el feminismo tiene cierta proclividad a aliarse con la filosofía, pero ésta no es distinta de aquella que ha vinculado a la filosofía con la misoginia. Quiero decir que la filosofía no es en sí liberadora. Y esto se demostró cumplidamente a lo largo del siglo XIX. Cuando la Ilustración desfundamentó el viejo discurso religioso, en el que la inferioridad femenina obtenía una validación en clave de justicia, -las mujeres heredaban la condena de Eva y su posición de inferioridad era resultado de la aplicación de la justicia divina a la falta originaria de la primera de ellas- estos argumentos religiosos quedaron también desfundamentados. Pero la voluntad que los sostenía no había perdido vigencia, de manera que la exclusión encontró nuevas formas de argumentarse. La vieja madre Eva no podía resultar convincente para casi nadie en el mundo del progreso técnico, el telégrafo, el ferrocarril, la anestesia y el libre cambio. Había cumplido su función y se necesitaban explicaciones de mayor fuste: la filosofía las dio.

Obviamente la exclusión pudo mantenerse pero no sin el conocimiento de la existencia de las voces discordantes del primer feminismo, Wollstonecraft, Gouges, Condorcet. Contra ellas, contra las esperanzas que había levantado siquiera fuere en grupos de opinión muy pequeños, se construyó el monumental edificio de la misoginia romántica: todo una manera de pensar el mundo cuyo único referente es la conceptualización rousseauniana y que tuvo como fin reargumentar la exclusión. Así la filosofía tomó el relevo a la religión para validar el mundo que existía e incluso para darle aspectos más duros de los que existían.

Los filósofos que trato en los capítulos que en «La política de las Mujeres» dedico a la misoginia romántica no son en absoluto figuras de segunda o tercera fila escondidos en los recovecos de la historia de la filosofía. Fueron las principales cabezas del siglo XIX las que teorizaron por qué las mujeres debían estar excluidas. Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, son figuras cuyo nombre inmediatamente reconoce cualquiera que no sea ducho en la materia. Y esos nombres suenan rodeados de respeto. Estos pensadores tuvieron una indiscutible influencia en todo lo que fue la formación de los nuevos discursos científicos, técnicos y humanísticos. La medicina, la biología, todas las ciencias nacientes que en el XIX comenzaron a asentarse, así como la sicología, la historia, la literatura o las artes plásticas dieron por buenas las conceptualizaciones de alguno de ellos.

El primero en abordar la reconceptualización de los sexos fue Hegel pero no fue el más influyente: era un filósofo oscuro, su terminología era complicada e incluso lo hizo con demasiada finura. En la «Fenomenología del Espíritu» explica el porqué de los sexos: son realidades del mundo de la vida, del mundo natural, pero en la especie humana están normados. Cada uno tiene un destino distinto. El destino de las mujeres es la familia, el destino de los varones es el estado. Ese destino no puede contradecirse. Lo que entendemos por historia y dinámica de las comunidades humanas es el cómo los dos sexos se relacionan entre sí. Aunque cada sexo es un destino, no se impone como un destino biológico, sino que para nosotros existe una diferencia ética y política y es la que explica las esferas separadas de ambos. Y es tal que está por encima de las cualidades del sujeto, esto es, si un sujeto se adecúa a lo que se predica de todos ellos mejor para él y si no, peor para él porque la normativa se le impondrá como su verdad. La verdad es la del sexo al que se pertenece y no la que subjetivamente, como cualidades y rasgos de carácter, haya traído al mundo. En todo caso el sexo es un destino público para los varones, privado para las mujeres y los intentos de éstas de subvertir tal orden son la ruina de las comunidades.

Pero como he dicho, Hegel era demasiado complicado. El filósofo cuya misoginia evidente marcó la impronta del XIX fue Schopenhauer. Al contrario que Hegel, se expresa con enorme fluidez y en términos que cualquiera puede entender, por ello fue muy influyente. Toda persona que en la segunda mitad del siglo XIX se consideraba medianamente culta lo tenía como una de sus lecturas de cabecera. Los «Parerga und Paralipomena» rebasaron el marco de la disciplina filosófica y dieron ideas a la literatura, la política, la medicina… en fin, su pensamiento modelizó el campo de lo pensable. Pues bien, su misoginia forma la parte esencial de su pensamiento y no se esconde. Sobre la teorización rousseauniana y hegeliana añadió algo significativo: no sólo el sexo masculino encarna el espíritu mientras que la naturaleza es el sexo femenino, sino que además la continuidad en la naturaleza es la característica fundamental de la naturaleza. Y esto tiene bastante rendimiento.

Lo femenino dicho en general es una estrategia de la naturaleza para reproducir el ser. En verdad llamamos femenino, a causa de una tergiversación espiritualista, a lo que en términos propios hay que llamar «lo hembra«. La naturaleza es ella misma hembra y persigue perpetuarse, porque ese es el fin único que tiene y no hay otra teleología. La naturaleza es en sí misma inconsciente e inconsciente de sí misma. Esa inconsciencia en que la naturaleza se mueve es la misma inconsciencia de lo hembra y está presente en la especie humana a través de las mujeres que tienen todas y cada una las características generales de lo hembra. Esto es, lo hembra es inconsciente, ininteligente, corto de miras, incapaz de formar representaciones o conceptos, incapaz de prever el futuro, incapaz de reflexionar sobre el pasado, en fin, un puro existir sin conciencia de sí mismo. Y como lo hembra es una continuidad a lo largo de la naturaleza se sigue que una vaca, una perra, una gallina y una mujer se parecen mucho más entre sí que una mujer y un varón, que sólo aparentemente son de la misma especie. Lo que aleja a las mujeres de la especie humana es que precisamente son hembras. Aunque a veces parecen seres humanos, hablan, se comportan, parecen seguir normas, esto es pura apariencia. La sabiduría consiste en poder fijar una mirada más profunda y ver cómo a través de ese aparente ser humano lo que en verdad sucede es el surgir de una estrategia de la naturaleza para perpetuarse. Las perfecciones de este ser son falsas y utilitarias: belleza o gracia o atisbos de inteligencia sólo tienen por fin la reproducción y la prueba es que ese ser las pierde en el momento en que se reproduce. Mientras que los varones tienen madurez, las mujeres florecen y se agostan. La naturaleza, que las utiliza, se venga de ellas. Cuando esta filosofía no desdeña en sus mismos textos fundantes volverse coloquio de cafetín, nada tiene de extrañar que fuera bien recibida en esos lugares.

Schopenhauer decanta la misoginia popular y sus tópicos y la dota de una apariencia imponente y respetable. Todas las mujeres son la mujer, en el fondo lo hembra, y ninguna de ellas tiene derecho a un trato que no sea el de sexo segundo. Lo que avergüenza a las culturas europeas ante culturas más sabias como el oriente o el Islam es la apariencia de individualidad que una estúpida galantería concede a las mujeres. La dama europea es un ser fallido y ridículo y en buena lógica debería hacerse desaparecer porque todas las mujeres debieran ser seres de harén. Las mujeres, el sexo inestético, deben mantenerse alejadas de toda voluntad propia y todo saber. De entre los muchos dislates de Schopenhauer, quizá uno sirva de muestra y conclusión. Llega a afirmar que la naturaleza quiere, como estrategia, que las mujeres busquen constantemente a un varón que cargue legalmente con ellas. Esto es, parece que la naturaleza prevé la juridicidad. Pero dislate o no, el formidable edificio de la misoginia romántica tuvo en Schopenhauer uno de sus más anchos pilares.

Cabe preguntarse por el porqué de un arma tan fenomenal contra una vindicación, la de igualdad, que se había presentado sólo en círculos elitistas. La existencia de la misoginia romántica prueba que se pensó que esa vindicación podía prender y transformarse en una característica que volviera al todo social incontrolable. Sabemos lo que es el miedo y las sociedades también lo sienten. La gente tiene miedo cuando se ven abocados a un cambio y quieren defenderse de él. La misoginia romántica se utilizó contra la segunda gran ola del feminismo, el sufragismo.

3.2. La Declaración de Seneca Falls

Las protestas contra este nuevo orden fueron escasas y provinieron de individualidades disonantes. Sin formación y sin poder, pocas mujeres podían pretender abanderar la defensa política o moral de su sexo e igual sucedía con los varones comprometidos en la querella política, sin preparación para fijar la atención en otra mujer que aquella que ficcionaba el primer romanticismo. George Sand, Sthendal y algunos pocos más se situaban en una parte, y en la otra las figuras femeninas románticas de la perfecta inocente. Del lado político el sistemático enfrentamiento de liberales y ultramontanos bajo cuyos pies estaba creciendo, sin que ellos llegaran a advertirlo, el movimiento obrero.

En 1848 Europa se conmocionó por un nuevo proceso revolucionario que prendió en varios países a la vez. Hay que hacer notar que, aunque la Ilustración estuvo casi ausente en varias naciones europeas, el Romanticismo fue el primer movimiento de cultura que cubrió el mapa completo europeo. La sociedad de la primera mitad del XIX era más homogénea y funcionaba con mayor sinergia que la del siglo XVIII.

1848 fue un año de agitaciones y manifiestos. Suele recordarse el manifiesto comunista y prestarse menos atención a la Declaración de Seneca Falls. Cierto que ésta se produjo al otro lado del Atlántico, pero no sin que repercutiera en todas las sociedades industriales. En 1848, setenta mujeres y treinta varones de diversos movimientos y asociaciones políticas de talante liberal, se reunieron en el Hall de Seneca y firmaron lo que llamaron con el nombre de «Declaración de Sentimientos». El modelo de declaración de Seneca era la declaración de Independencia. La declaración consta de doce decisiones e incluye dos grandes apartados: de un lado las exigencias para alcanzar la ciudadanía civil para las mujeres y de otro los principios que deben modificar las costumbres y la moral16. El grupo que se había reunido en Seneca provenía fundamentalmente de los círculos abolicionistas. Varones y mujeres que habían empeñado sus vidas en la abolición de la esclavitud llegaron a la conclusión de que entre ésta y la situación de las mujeres, aparentemente libres, había más de un paralelismo. Desde postulados iusnaturalistas y lockeanos, acompañados de la idea de que los seres humanos nacen libres e iguales, firman: «decidimos que todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte, o que la sitúen en una posición inferior a la del varón, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y, por lo tanto, no tienen fuerza y autoridad».

El gran precepto de la naturaleza que invocan es el resumen de igualdad, libertad y persecución de la propia felicidad. Era el mismo que se había invocado contra el mantenimiento del tráfico, venta y tenencia de esclavos. A medida que Inglaterra se decantó por posiciones abolicionistas, más tarde condenó el tráfico y por último llegó a perseguirlo, el abolicionismo tampoco había permanecido quieto en los Estados Unidos. Los grupos más concienciados, pese a la pequeña calidad de sus victorias, decidieron incluir la servidumbre femenina en su tabla vindicativa. Pero lo hicieron porque en estos grupos las mujeres activistas eran mayoría. E. Cady y L. Mott que «de facto» comandaron la declaración de Seneca formaban la punta de lanza de lo que llegó a conocerse como movimiento sufragista. Las que más tarde serían editoras y compiladoras de un texto clásico del sufragismo, La Biblia de la Mujer, iniciaron sus lides públicas en esta Declaración17.

El sufragismo fue un movimiento de agitación internacional, presente en todas las sociedades industriales, que tomó dos objetivos concretos, el derecho al voto y los derechos educativos, y consiguió ambos en un periodo de ochenta años, lo que supone al menos tres generaciones militantes empeñadas en el mismo proyecto, de las cuales, obvio es decirlo, al menos dos no llegaron a ver ningún resultado.

El derecho al voto y los derechos educativos marcharon a la par apoyándose mutuamente. A medida que los requerimientos para el derecho del sufragio de los varones se hicieron más sencillos –no pararon de suavizarse a lo largo del XIX hasta la obtención del completo sufragio masculino– la situación resultante se agravaba de tal forma que ni siquiera los frecuentemente repetidos argumentos misóginos lograban invisibilizar su aspecto chocante. Primero los poseedores de una determinada renta votaban, pero no las escasas poseedoras de la misma condición. Después el voto se aseguraba con la autosubsistencia, pero no para las mujeres, aun empleadas. Por último, todo varón podía ejercerlo con independencia de su condición, pero ninguna mujer fuere cual fuere la suya. Y en este cambio de condición los derechos educativos tuvieron un gran papel.

En un primer momento algunas mujeres se aseguraron la enseñanza primaria reglada. La razón aducida para obtenerla fue conforme al canon doméstico: para cumplir adecuadamente las funciones de esposa y madre, los conocimientos de lectura, escritura y cálculo parecían necesarios. Tal petición, tan conforme a la sumisión doméstica no podía ser rechazada, de manera que escuelas primarias para las niñas fueron creadas al amparo de esta femenina disposición. Poco más tarde, algunos grupos de mujeres reclamaron su entrada en los tramos medios de la enseñanza. La razón aducida también se protegió con el respeto al modelo vigente: pudiera darse el caso de que algunas mujeres, conociendo que sin duda su destino era el matrimonio y la maternidad, por adversas circunstancias de fortuna no pudieran cumplirlo. La orfandad, la falta de recursos para pagar una dote conveniente y otros acaeceres imprevistos podían quizá dejar a un porcentaje de mujeres de excelente intención fuera de la vida matrimonial. ¿No sería bueno que pudieran subsistir ejerciendo una profesión digna y no se vieran condenadas a la dependencia de sus parientes o, lo que es peor, la caída en el oprobio?

Para asegurar su virtud y el buen orden, se presentó la demanda de escuelas de institutrices en primer lugar y de enfermeras después, y de nuevo hubo de ser aceptada. Las enfermeras decían no hacer otra cosa que extender socialmente una virtud femenina privada, el cuidado. Y del mismo modo lo hicieron las maestras. ¿No era más adecuado que las niñas fueran educadas por mujeres y no por maestros varones que, con mayores expectativas, sin duda podían proporcionar mejores conocimientos a los alumnos varones?. Y más aún, ¿no era mejor para la decencia que las mujeres educaran a las niñas o extendieran su capacidad maternal a la educación de los niños impúberes? Y así hasta el presente esas dos profesiones siguen siendo mayoritariamente femeninas. Fueron las primeras que se abrieron y permitieron una existencia relativamente libre a las mujeres de las clases medias. Pero quedaba un tramo, el más difícil, las instituciones de alta educación.

3.3. Los derechos educativos

Asegurada la entrada en la educación primaria y ciertas profesiones medias, un grupo selecto de mujeres había logrado cumplimentar las exigencias previas a la entrada en las universidades. ¿Permanecerían éstas cerradas? Tomemos el caso paradigmático de las relaciones de Concepción Arenal con la universidad española. Esta que es, sin lugar a dudas, una de nuestras mejores juristas, solicitó su ingreso en la carrera de derecho avalada por su excepcional talento y por una familia de académicos y rectores que confiaba en ella. Tales eran las disposiciones y presiones, que se decidió admitirla. Sin embargo las características que tuvo esta admisión dicen mucho de las barreras que se oponían a la formación universitaria de las mujeres. Concepción Arenal fue admitida como oyente en leyes siempre que su presencia en los claustros universitarios no resultara indecente. En la práctica, esto se tradujo en la obligación de acudir a las aulas vestida de varón. Imaginemos, pues, que aquella sociedad pudibunda y timorata consideraba menos grave el travestismo que el hecho de que una mujer escuchara enseñanzas que le estaban, en principio, vedadas. El rito era el siguiente: acompañada por un familiar, doña Concepción se presentaba en la puerta del claustro donde era recogida por un bedel que la trasladaba a un cuarto en el que se mantenía sola hasta que el profesor de la materia a impartir la recogía para las clases. Sentada en un lugar diferente del de sus aparentes compañeros seguía sus explicaciones hasta que la clase concluía y de nuevo era recogida por el profesor que la depositaba en dicho cuarto hasta la clase siguiente. Con soberana paciencia, Concepción Arenal terminó sus estudios de derecho y se acomodó a estos rituales.

Ahora bien, proseguir determinados estudios implicaba en el caso de las mujeres, sólo que se les reconocía que meramente los habían cursado, y que no tenían derecho a obtener el título ni mucho menos a ejercer la profesión para la que estos estudios avalaban. De manera que bastantes mujeres que prosiguieron estudios a lo largo de la segunda mitad del XIX y hasta la década de los veinte de este siglo, que aparecieron citadas en las actas de fin de carrera, nunca obtuvieron los títulos. En ocasiones se les hizo renunciar explícitamente a ellos18.

A partir de 1880 algunas universidades europeas, pocas, comenzaron a admitir mujeres en las aulas. La idea que permitió esto fue la de excepcionalidad. En castellano estamos acostumbrados a oír que «la excepción confirma la regla» y así parece ser en este caso. Es de sentido común que una verdadera regla, esto es, una regularidad observable, si tiene excepciones no es tal regla. Si todo «x» es «y», que exista un «x» que no sea «y» invalida la primera proposición. Pero aquí hablamos de

otro tipo de reglas. La regla es que para las mujeres una formación superior es inaceptable excepto en casos excepcionales. La existencia misma de las excepciones como tales excepciones confirma que la regla está bien tomada. Una mujer con formación superior ni es ni puede ser una mujer corriente, por lo tanto su capacidad o su trabajo revierten sólo sobre ella misma y para nada cambian la opinión que haya de mantenerse sobre el resto. Ella es una excepción y las demás son lo que son. Bajo esta «dinámica de las excepciones» algunas mujeres consiguieron por primera vez abrirse un puesto en el seno de la cultura formal. Lou Andreas Salome, Marie Curie y otras de parecida envergadura pertenecen a esta generación de las excepciones.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que pese a que para estas excepciones la obtención de títulos fue generalizándose, ello no significó que pudieran optar a los ejercicios profesionales corrientes. Aquellas primeras mujeres que obtuvieron títulos encontraron la negativa cerrada de los colegios profesionales a que pudieran ejercer como médicas, juristas, o profesoras. Esto explica porqué las dos primeras generaciones de mujeres con educación superior obtuvieron éxitos en tareas investigadoras. Apartadas por ley y costumbre de los ejercicios profesionales y docentes, encontraron en la investigación un nicho salvador. De su exclusión se siguieron algunas de las primeras premios Nobel, en un momento en que la investigación podía aún realizarse casi solitariamente y con pequeños equipos.

3.4. La lucha por el voto

El espinoso camino educativo se conectaba directamente con el de los derechos políticos. A medida que la formación de ciertos grupos selectos de mujeres avanzaba efectivamente, se hacía más difícil negar la vindicación del voto. El movimiento sufragista aprovechó internacionalmente esta tensión. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX multiplicó sus convenciones, reuniones, actos públicos y manifestaciones. Al movimiento sufragista le debe la política democrática dos grandes aportaciones de estilo. Una es una palabra, «solidaridad». Otra los métodos y modos de la lucha cívica actual. La palabra fue elegida para reemplazar al término fraternidad que, teniendo su raíz en «frater» –hermano varón– poseía evidentes connotaciones masculinas. De hecho ahora nunca decimos libertad, igualdad, fraternidad, excepto para referirnos al tríptico histórico de la Revolución Francesa. La solidaridad, ese término acuñado por el sufragismo, ha pasado a ser de uso corriente. La aportación en métodos de lucha tiene aún mayor envergadura. El sufragismo se planteó las formas de intervenir desde la exclusión en la política y estas formas tenían que ser las adecuadas para personas no especialmente violentas y relativamente carentes de fuerza física. De modo que la manifestación pacífica, la interrupción de oradores mediante preguntas sistemáticas, la huelga de hambre, el autoencadenamiento, la tirada de panfletos vindicativos, se convirtieron en sus métodos habituales. Hoy entendemos esto como la forma normal de lucha ciudadana que, por lo general, prescinde de atentados, incendios o barricadas. El sufragismo innovó las formas de agitación e inventó la lucha pacífica19. Los desfiles sufragistas se trasformaron en procesiones en las que mujeres vestidas con sus togas académicas llevando en las manos sus diplomas, seguían a los estandartes que reclamaban el voto. Harriet Taylor y su marido John Stuart Mill pusieron las bases de la teoría política en que el sufragismo se movió.

La profunda reforma del primer liberalismo llevada a cabo por S. Mill es el marco teórico que sirvió para pensar la ciudadanía no excluyente. En gran parte consistió en una renovación del iusnaturalismo combinada con una ontología individualista profundamente liberal que encontraba la clave de su articulación comunitaria en la noción e interés común más que en la de voluntad general. Pertrechado por la sólida doctrina del segundo liberalismo, el sufragismo reclamó y obtuvo justamente los derechos liberales: voto y educación. El feminismo no ha perdido hasta la fecha ninguna de las batallas en que se ha empeñado. Ha tardado más o menos en conseguir sus resultados, pero ha mantenido sus objetivos invariables. Los dos que el sufragismo se había propuesto fueron conseguidos en un lapso de tiempo más o menos largo –unos ochenta años– pero al final se obtuvieron. En algunos países y en algunos estados de la Unión, las mujeres habían obtenido derecho al voto en los aledaños de la Primera Guerra Mundial. Al final de la Segunda todos los estados que no eran dictaduras reconocieron este derecho a su población femenina.

El esfuerzo bélico no fue ajeno a esta victoria. Cuando las grandes guerras se produjeron en la primera convulsa mitad del siglo XX, los varones fueron llamados a filas y llevados al frente. Los países beligerantes tuvieron entonces que recurrir a las mujeres para sostener la economía fabril, la industria bélica, así como grandes tramos de la administración pública y de los subsistemas estatales. La economía no falló, la producción no descendió y la administración estatal pudo afrontar sin lagunas momentos muy críticos. Quedaba entonces claro que las mujeres podían mantener en marcha un país. En tales condiciones, que siguieran excluidas de la ciudadanía carecía de todo sentido. Ni siquiera las voces más misóginas pudieron oponerse a la demanda del voto. Simplemente se limitaron a augurar los efectos catastróficos que la nueva libertad de las mujeres tendría para la familia. Porque el sufragismo ciertamente había engañado o se había auto engañado asegurando frecuentemente que el uso de esa nueva libertad por parte de las mujeres para nada alteraría las relaciones familiares. Posiblemente muchas militantes lo creyeran de buena fe, pero el panorama resultante de su acción se encargó de asegurar que en efecto fuera así en muchos casos.

La pertinaz lucha y agitación sufragista de casi un siglo, una lucha en la opinión por el cambio de posiciones de las mujeres en la educación y los empleos, llegaba a su fin. Los bienes liberales habían sido conseguidos y tanto el sufragismo como la misoginia romántica habían cubierto su etapa. Las cosas eran ahora diferentes. ¿Pero lo eran?

INTERREGNO: LA MÍSTICA DE LA FEMINIDAD
En las democracias surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, el sufragio universal se consiguió por primera vez y, también por primera vez, los derechos educativos se aseguraron para toda la población. Esto significaba para las mujeres que comenzaba una nueva era, aquella que surgía de las conquistas sufragistas. Un notable contingente de ciudadanas tenían ante sí oportunidades desconocidas en el pasado.

Lo que entonces se gestó fue el conglomerado que recibe el nombre de «mística de la feminidad». Por una parte los gobiernos, por otra los medios de comunicación de masas, cuyo papel aumentó de forma considerable hasta llegar a ser como hoy los conocemos, se comprometieron en una maniobra, esta vez consciente, que permitiera obtener un doble objetivo: alejar a las mujeres de los empleos obtenidos durante el periodo bélico devolviéndolas al hogar y diversificar la producción fabril. Betty Friedam, en la obra que sirvió de punto de arranque al feminismo de los setenta, «La Mística de la Feminidad«, analizó de forma magistral los diversos ejes de este periodo. En los años cincuenta las mujeres con derecho a voto y oportunidades educativas debían ser reconducidas al hogar y se pretendió que aceptaran la división de funciones tradicional, que, para tal efecto, fue reacuñada. Esto implicaba que renunciaran a hacer ejercicio verdadero de sus nuevos derechos. Por una parte los varones que regresaron del frente reclamaban sus antiguos empleos, lo que implicaba que las mujeres los desalojaran y volvieran al hogar, bajo el sobreentendido de que lo habían abandonado de modo provisorio por causas de fuerza mayor. Para hacer esto posible el hogar mismo debía renovarse y el papel femenino tradicional adecuarse al nuevo estado de cosas. Mujeres con derechos ciudadanos recientemente adquiridos y una formación elemental o media, en número significativo, debían poder encontrar en el papel de ama de casa un destino confortable.

Fueron expulsadas sin más de los puestos obtenidos como reemplazo de los varones. De aquellos que ellas mismas se habían asegurado se intentó desalojarlas por medio de una disuasión optimista en la cual las revistas femeninas tuvieron un gran protagonismo.

Las revistas femeninas habían aparecido en la década de los felices veinte, pero la extensión y tirada que les conocemos se consolidaron en los años cincuenta. Todas ellas propusieron un modelo de mujer nueva que oponer a la abuela ignorante y caduca. «Antes» y «ahora» se convirtieron en las palabras clave. «Antes» las abuelas hacían inconscientemente, y por lo general mal, una larga serie de cosas, por falta de perfeccionamiento y de oportunidades: no criaban bien a sus hijos, no conocían las buenas reglas de higiene, no sabían que llevar una casa exigía una licenciatura en asuntos domésticos. «Ahora» las «mujeres modernas», que eran ciudadanas y tenían formación, eran libres y competentes. Libres de elegir permanecer en su hogar y no salir a competir en un mercado laboral adusto. Competentes para llevar adelante la unidad doméstica mediante una planificación cuasi empresarial. El nuevo hogar tecnificado, en el que los electrodomésticos libraban de algunas de las tareas más trabajosas y humillantes, necesitaba a una ingeniera doméstica al frente. Una mujer que sabía que el éxito provenía de una correcta dirección de la empresa familiar. Cada ama de casa era una directora gerente de la que dependía el éxito completo de la familia nuclear. No tenía sentido salir a competir en el mercado por un puesto de cualificación media o baja cuando se podía ser su propia jefe. Una «mujer moderna» no sólo tenía a punto su hogar tecnificado, sino que establecía las relaciones por las cuales el marido podía progresar: reuniones, asociaciones, cenas, partys, que hincharan las velas del progreso familiar.

Los modelos de mujer cambiaron, tanto en el cine como en la publicidad y las revistas. Frente a la soltera independiente de los años treinta apareció la simpática madre de cuatro hijos de los años cincuenta, Catherine Hepburn o Doris Day. En la televisión, cuya influencia se iba extendiendo sin cesar, el modelo de mujer que, pudiendo hacerlo todo, decide hacer de ama de casa, tuvo ejemplos sobresalientes en series de gran éxito. «Embrujada» es un perfecto resumen de todas ellas. La protagonista no es una vieja bruja como su madre, sino una esposa cariñosa que renuncia de buena gana a sus poderes y se desvive por la vida profesional de un marido mediocre y simpático.

Antes de la emergencia de esta enorme maniobra publicitaria, inmediatamente antes, se había producido una obra fundamental para el feminismo, «El segundo sexo» de Simone de Beauvoir. Esta filósofa, hija de «la dinámica de las excepciones», puso su talento al servicio de una nueva forma de hacer feminismo. Ya no se trataba de las vindicaciones, como lo habían sido las ilustradas y las sufragistas, sino de las explicaciones. La obra de Beauvoir es difícil de clasificar. Siempre se duda si considerarla un colofón del sufragismo o la apertura a la tercera ola del feminismo. En cualquier caso, cayó relativamente en el vacío, pues se produjo en el mismo momento en que la mística de la feminidad se estaba forjando. Pertenecía además al tramo de la alta cultura, mientras que el modelo de mujer que la mística proponía era el modelo medio. Esto es, «la mística de la feminidad» seguía operando dentro de «la dinámica de las excepciones». El nuevo modelo doméstico preveía que masivamente las mujeres retornaran a la antigua división público / privado, esta vez no naturalizada, sino concebida complementariamente. Algunas mujeres sin duda podían no desear tal destino, pero tendrían que probarlo. Y en todo caso, con ellas se haría una excepción. La propia Beauvoir relata que ella se creía de buena fe una de tales excepciones. Igual que se creía de buena fe que el trato inicuo para las mujeres sólo se producía en el mundo capitalista y que, por el contrario, en el estado soviético la igualdad estaba ya alcanzada. Porque la mística de la feminidad coincidió con la guerra fría y fue uno de los momentos normativos. Dos modelos sociales y políticos, dos modelos femeninos. La realidad era muy otra. La mística de la feminidad estaba produciendo graves trastornos en la población femenina sobre la que se ejercía. La pretendida igualdad soviética funcionaba con un sobreesfuerzo que sólo a las mujeres se exigía, que dejaba intacto el trabajo doméstico y suprimía las libertades públicas.

Si el modelo propagado era duro para las excepciones –implicaba normalmente la soltería, la vigilancia sobre la moral sexual y una economía emocional casi insostenible– para aquellas que intentaron adaptarse a él resultó igualmente repulsivo. La familia nuclear no era ya un centro productivo, como lo había sido la tradicional en el pasado, sino de consumo. En un primer momento los énfasis en la natalidad, –por otra parte esperables después de un periodo bélico al que siempre sucede un repunte natalista– ocuparon el tiempo disponible de las nuevas amas de casa, pero con márgenes de perfeccionismo que tensaron en demasía las relaciones familiares. Se exigía de las «mujeres modernas» una dedicación al trabajo y al agrado a menudo incompatibles20.

Por otra parte, el único mecanismo de encuadre político previsto fueron las asociaciones de amas de casa, con escasos horizontes de intervención en la comunidad. Mantener ocupada a una mujer con formación media y ciertas expectativas profesionales dentro de un hogar tecnificado y ocupar su cabeza con el arreglo personal y doméstico compulsivo, así como ocupar sus deseos de participación con reuniones acerca del mejor modo de envasar los alimentos, o dirigir su vida de consumo social hacia la compra de productos cosméticos a domicilio, todo ello, debía tener consecuencias personalmente desastrosas. Sin independencia económica, sin quehaceres domésticos relevantes, sin horizontes de relación o de cultura fuera de los que las revistas femeninas planteaban, el relativo ocio doméstico propiciado por la tecnificación –e incluso por la existencia de ayuda en los estratos altos de la población– comenzaba por gastarse de modo errático –manualidades, consumo de infraliteratura, televisión– y terminaba por producir soledad, cuadros depresivos y cuadros médicos que fueron calificados de «típicamente femeninos».

A mediados de los años sesenta llegó a ser meridianamente claro para las hijas de esta generación que las conquistas sufragistas no habían logrado producir apenas cambios en la jerarquía masculina. El malestar crecía y no se veían los cauces individuales para darle salida. Un nuevo movimiento colectivo estaba a punto de aparecer.

EL FEMINISMO SESENTAIOCHISTA. LA TERCERA OLA.
La mística de la feminidad de Friedam fue una descripción magistral del modelo femenino avalado por la política de los tiempos postbélicos y contribuyó decisivamente a que a la nueva generación de mujeres se le cayeran las escamas de los ojos. A partir de ella se podía nombrar al «malestar que no tenía nombre», porque así llamaron las feministas de los setenta al estado mental y emocional de estrechez y desagrado, de falta de aire y horizontes en que parecía consistir el mundo que heredaban. Las primeras feministas de los setenta realizaron un ágil diagnóstico: El orden patriarcal se mantenía incólume. «Patriarcado» fue el término elegido para significar el orden sociomoral y político que mantenía y perpetuaba la jerarquía masculina. Un orden social, económico, ideológico que se autorreproducía por sus propias prácticas de apoyo con independencia de los derechos recientemente adquiridos.

El nicho político de nacimiento de la tercera ola del feminismo fue la izquierda contracultural sesentaiochista. Del mismo modo que el feminismo ilustrado había utilizado las categorías políticas contemporáneas y el sufragismo había usado y renovado las liberales, el feminismo de la tercera ola hizo lo propio con su conceptología política contemporánea. El cambio en las concepciones de lo político que supuso la agitación de mayo del 68 todavía permanece insuficientemente tratado, así como lo que aquel movimiento representó por sí mismo. En él se conjugaron un relevo de élites que sustituyeron a las formadas y heredadas de la Victoria Aliada, un nuevo diseño del estado de bienestar, una revolución en la transmisión de los saberes, cambios profundos en las formas de vida y aparición de un nuevo horizonte utópico y valorativo. Dado que seguimos habitando en la estela de estos cambios, es aún difícil ponderarlos en toda su extensión.

El feminismo de los años setenta supuso el fin de la mística de la feminidad y abrió una serie de cambios en los valores y las formas de vida que todavía se siguen produciendo. Lo primero que realizó fue una constatación: que aunque los derechos políticos –resumidos en el voto– se tenían, los derechos educativos se ejercían, las profesiones se iban ocupando –sin embargo no sin prohibiciones explícitas aún para algunas21–, las mujeres no habían conseguido una posición paritaria respecto de los varones. Continuaba existiendo una distancia jerárquica y valorativa que en modo alguno se podía asumir como legítima. De tal constatación surgió el análisis de lo que estaba ocurriendo y la articulación de los nuevos objetivos a alcanzar.

Se diagnosticó, y con certeza, que, por una parte, la obtención del voto para nada había supuesto el cambio en los esquemas legislativos heredados por lo que tocaba a grandes partes del derecho civil y de familia. Por otra, el conjunto completo de lo normativo no legislado –moral, modales y costumbres– apenas había sufrido cambios. Se hacía imperiosa, pues, una revisión de la legislación a fin de volverla igualitaria y equitativa. La igualdad de derechos era sólo aparente, mientras no se fijara en nuevos textos. El feminismo de la tercera ola no se podía contentar con el solo derecho al voto, sino que inició la tarea de repaso sistemático de todos y cada uno de los códigos a fin de detectar en ellos, y posteriormente, eliminar los arraigos jurídicos de la discriminación todavía vigente.

En todos los países avanzados, en la década de los setenta, coincidiendo con los momentos más agitativos de las protestas feministas, se produjeron revisiones y reformas legales que permitieran a las mujeres el efectivo uso de su libertad, que hasta entonces sólo en abstracto se les concedía. Pero no era voluntad del feminismo de los setenta detenerse ahí. Desde el principio había planteado la subversión del orden normativo heredado, que no se limitaba a lo estrictamente legal. Por este camino las reformas legislativas fueron completadas con la entrada en la juridicidad de ámbitos hasta entonces considerados privados22. El feminismo estaba borrando las fronteras tradicionales entre lo privado y lo público.

En el terreno legislativo el trabajo principal se realizó en una década, la de los setenta y primeros años de los ochenta. Pero la tercera ola feminista había previsto también que los ámbitos normativos no legales ni explícitos habían de ser alterados. La revolución en la moral, las costumbres y los modales, el conjunto que solemos conocer por mores, se iba produciendo en paralelo con la renovación legislativa. Lo que resultaba más notorio y producía mayor escándalo eran los nuevos juicios sobre su sexualidad y las nuevas libertades sexuales de las mujeres «liberadas». Las relaciones prematrimoniales se hicieron por lo menos tan frecuentes como lo habían sido en el pasado, pero quienes las mantenían se negaban a culpabilizarse o ser culpabilizadas por ellas. El empleo de contraconceptivos, dispositivos uterinos, espermicidas, la comercialización y uso semilegal de «la píldora» permitían a las mujeres de las avanzadillas estudiantiles una disposición sobre sí mismas desconocida.

El cambio en los mores se iba produciendo en parte con independencia del núcleo militante. Para éste, «abolición del patriarcado» y «lo personal es político» fueron los dos grandes lemas. El primero designaba el objetivo global y el segundo una nueva forma de entender la política, que tenía sus claves no en la política gerencial, sino en el registro contracultural. Se impuso, sobre todo a través de Marcuse, un concepto mucho más amplio y en ocasiones poco manejable del término político, heredero directo de la filosofía frankfurtiana –política es todo aquello que entrañe una relación de poder–. Tal acepción, a la que posteriormente se añadieron aditamentos foucaultianos, permitía volver a tematizar la veta más clásica y profunda del feminismo desde sus orígenes: el injusto privilegio. Pero ahora el análisis, pese a la utilización de un término tan amplio, se afinaba. Los nuevos datos y aportaciones del psicoanálisis, la antropología cultural, la sociología… y, en fin, la panoplia corriente de la cultura política contracultural, permitían diagnósticos otrora imprevisibles. La nueva filosofía feminista se estaba formando según el consejo kantiano de elevar lo particular a categoría.

Kate Millet, S. Firestone, J. Mittchell, C. Lonzi, cada una a su manera, eran receptoras de un minucioso trabajo previo, el de los grupos de mujeres que por todas partes habían ido surgiendo al amparo del ya citado «lo personal es político». Literalmente aquellos primitivos grupos ponían en común experiencias personales para someterlas a contrastación y debate23. Dificultosa y aún dolorosamente, sus integrantes iban rehaciendo con los hilos de sus vidas particulares toda la trama de la opresión común. De este humus previo, ahormado por el lenguaje político prevalente en la izquierda contracultural, surgieron las obras de cabecera de este período: la Política Sexual de Kate Millet y la Dialéctica del Sexo de Sulamith Firestone.

A medida que los análisis se pormenorizaban e iban abarcando situación legal, laboral, medios de comunicación, educación, salud, sexualidad, pareja, El segundo Sexo de Beauvoir, sobre el cual había depositados más de veinte años de olvido, se fue haciendo también relevante. Cierto que no estaba articulado en un lenguaje inmediatamente político, pero daba a su estilo explicaciones convincentes de algunos fenómenos globales. Había iniciado en solitario la entrada del feminismo en la «filosofía de la sospecha». No sin ciertas reservas fue añadido a los anteriores. Estas eran mayores en aquellos grupos más radicalizados que recibieron como algo propio el Manifiesto del SCUM de Valerie Solanas.

En cualquier caso la totalidad del movimiento era contemplada desde fuera como una protesta radical y en ocasiones incomprensible, tanto por su tipo de demandas como por su modo de presentarlas. Y esto no sólo era así en los ámbitos conservadores, sino que también las tensiones se agudizaron con los propios compañeros de viaje. El «hijo no querido de la Ilustración», que con el sufragismo se había vuelto el incómodo pariente del liberalismo, ahora se percibía como el indeseable, por inesperado, compañero del 68. Ahora, cuando se estaba a punto de tocar el cielo utópico y derribar al «sistema» ¿a qué venía la revuelta de las mujeres? ¿No se daban cuenta de que fragmentaban «la lucha final»?

Acostumbrados a operar también con la dinámica de las excepciones, incluso los reductos políticos más extremos intentaron desviar aquella potencia acéfala. Por la parte de la teoría con el asunto previo de «la contradicción principal, por la práctica mediante engañosas ofertas de cooptación. «¿Para qué necesitas tu ser feminista?» fue una pregunta que bastantes mujeres oyeron. Sobreentendía que el feminismo servía como vehículo para las incompetentes. Las «que valían» podían intentar vías de acceso a las élites grupusculares sin semejante equipaje.

Como heredero directo que es del igualitarismo, el feminismo siempre ha contado con una tensión propia: la que se establece entre la filia y el liderazgo. Esto a menudo hizo caer al movimiento en lo que ha llegado a llamarse «la tiranía de la falta de estructuras». En efecto, el feminismo es de suyo un igualitarismo tan básico que ello mismo entorpece en ocasiones, tomado el movimiento en toda su extensión, su acción colectiva. El feminismo de los setenta podía confiar en la novedad de sus demandas y en su capacidad de agitación, cuantitativamente entonces asombrosa. Pero casi no contaba con liderazgos y muchas veces tampoco los deseaba. Los grupos se formaban por afinidad a la par militante y amistosa y funcionaban precisamente por esta amistad ética y políticamente dirigida para la que el término griego filia resulta adecuado. Este modo de fraguarse era muy adecuado, dado el género de discurso y experiencias que había que abordar en la primera fase: elevar la anécdota a categoría implicaba a veces revelar cosas personales e incluso íntimas, lo que se facilitaba con la filia por apoyo. Sin embargo, tanto el diagnóstico como la concepción de objetivos eran políticos. De modo que se pretendía incidir en lo público desde un espacio que se construía como semiprivado. Pero es que el feminismo buscaba también la transformación de cada militante en una mujer distinta, liberada. En las lizas por la jerarquía, que no tardaron en aparecer, se formó una pequeña élite de mujeres que no había sido convalidada por sus varones homólogos ni provenía de las estructuras relacionales masculinas y que pretendía interlocuciones políticas directas. Querían llevar adelante por ellas mismas los cambios apetecidos, en todo lo que la política vigente estuviera dispuesta a ceder.

Esto chocaba con el problema paralelo de la doble o única militancia24, pero aún lo complicaba, dado que los liderazgos a que me refiero igual surgían en grupos de doble adscripción como en otros radicales de única militancia. En estas circunstancias el feminismo tuvo que replantearse el tema del poder.

Estas tensiones, con todo, no deben equivocarnos sobre la cuestión principal: aún en medio de ellas, la selección de síntomas, el diagnóstico y la localización de objetivos siguieron funcionando a buen ritmo. En los años ochenta el feminismo, aunque fuera de forma muy tímida, comenzó a capilarizar la política formal. En todos los países occidentales fueron creados organismos específicos para la condición femenina. Ellos, por lo general, posibilitaron la finalización de las reformas legales todavía en curso y la evaluación de las ya realizadas.

En los ochenta fue quedando patente que la imagen social global seguía connotando poder, autoridad y prestigio del lado varonil, sin que las reformas ya obtenidas estuvieran variando esa inercia de modo sensible. Así que la visibilidad se convirtió en el objetivo. En otros términos, el feminismo, un movimiento profundamente antijerárquico e igualitarista enfrentaba el problema de transformarse también en una teoría de las élites con la voluntad de no perder sus señas de identidad en el empeño. Ello tuvo bastante que ver con la aparición de la tensión igualdad-diferencia.

EL PRESENTE Y LOS RETOS DE FUTURO
Del mismo modo que a la obtención de las conquistas sufragistas le siguió la mística de la feminidad, los ochenta vieron aparecer una formación conservadora reactiva que intentó volver a poner las cosas en su lugar, a fin de atenuar las vías abiertas por los nuevos espacios legales. Se produjo durante la vigencia del conservadurismo Regan-Thacher. Ha sido perfecta y admirablemente descrita por S. Faludi en su libro Reacción25. De nuevo la maniobra fue orquestada en sinergia por los poderes públicos, la industria de los medios, la moda y la red asociativa conservadora de la sociedad civil. Sin embargo, tuvo mucha menos capacidad que su predecesora. Por una parte, el panorama internacional no era homogéneo y por otra el feminismo en los ochenta se estaba transformando en una masa de acciones individuales no dirigidas.

Mientras que en algunos países se intentó suprimir o reconducir a los organismos de igualdad a fin de que contribuyeran a positivar un modelo femenino conservador, en otros, por su distinto signo político, el pequeño feminismo presente en los poderes públicos reclamó la visibilidad mediante el sistema de cuotas y la paridad por medio de la discriminación positiva. Internacionalmente el feminismo, que de suyo siempre ha sido un internacionalismo, llegó a lugares antes impensables, las sociedades en vías de desarrollo, y se encarnó en prácticas «de género» que nunca habían existido, reclamando su entrada en la construcción de las democracias. El feminismo de los últimos años ochenta y la década del noventa encontró en el sistema de cuotas el útil que permitía a las mujeres adquirir visibilidad en el seno de lo público y, previamente, había diagnosticado que la visibilidad social estaba interrumpida precisamente porque sus nuevas habilidades y posiciones no tenían reflejo en los poderes explícitos y legítimos. En los hechos esto significaba el fin de la dinámica de las excepciones.

Los análisis cuantitativos se afirmaron como fundamentales. Cuántas mujeres había en cada sector relevante y encontrar el porqué de su escaso número fue la tarea de conteo que se emprendió. El diagnóstico fue que existía un «techo de cristal» en todas las escalas jerárquicas y organizacionales, puesto que, a medida que se subía de nivel, con formación equivalente, la presencia de las mujeres iba reduciéndose. Avanzaba el convencimiento de que los mecanismos de selección sólo eran aparentemente neutrales26. Entonces comenzó a pensarse en la conveniencia de promover medidas que aseguraran la presencia y visibilidad femeninas en todos los tramos: discriminación positiva y cuotas.

En este terreno los mejores resultados se han obtenido por ahora en el seno de los poderes públicos, pero queda el reto de trasladar este tipo de acciones al mercado, lo que exigiría acuerdos políticos y sindicales bastante amplios. Ambos mecanismos, discriminación positiva y cuotas, pertenecen de suyo a las democracias cuando éstas prefieren incrementar los saldos igualitarios27. Por lo mismo suelen quedar fuera de los contextos liberales o ultraliberales. Son instrumentos, en el caso de las cuotas, para asegurar la llegada a los lugares seleccionados de aquellos colectivos que son sistemáticamente preteridos; es decir, imponen por cuota el cumplimiento de la meritocracia cuando la cooptación pura y simple no la asegura. La discriminación positiva, a su vez, intenta la imparcialidad en el punto de salida en lugar de en el de llegada; individuos con méritos similares pueden no ser tratados de modo igualitario en el punto de salida, por lo que hay que asegurarles un pequeño margen a favor en el inicio de la competición.

El feminismo de los noventa se ve abocado a estudiar la dinámica organizacional, lo que no quiere decir que abandone los temas de filosofía política general, sino que tiene la necesidad de iluminar, cada vez con instrumentos más finos, la micro política sexual. Nódulos y puntos de los poderes efectivamente existentes, formas económicas y relacionales, auto presentaciones y capacidad de expresar autoridad, etc., se convierten en parte de sus análisis, lo que da origen a trabajos minuciosos y sumamente informativos28. Por este expediente el feminismo consolida su complejidad, al continuar siendo en esencia un igualitarismo doblado de una teoría de las élites. Por lo mismo, continúa siendo un resorte agitativo global que al mismo tiempo se está convirtiendo en una teoría política experta.

6.1. Los retos del siglo XXI

Para dar entrada a las demandas de paridad planteadas parece claro que el marco teórico actual, todavía a grandes rasgos naturalista, debe cambiar. El naturalismo presente en la escena ideológica de fin de siglo lo hemos heredado sin duda del pensamiento ilustrado como reacción al espiritualismo previo. Pero ha sufrido suficientes avatares como para haber cambiado varias veces de rostro: positivismo, eugenismo, sociobiologismo, etc.

Por lo que toca a las sociedades políticas dentro del mismo marco de globalización, es evidente que las oportunidades y libertades de las mujeres aumentan allí donde las libertades generales estén aseguradas y un estado previsor garantice unos mínimos adecuados. El feminismo, que es en origen un democratismo, depende para alcanzar sus objetivos del afianzamiento de las democracias. Aunque en situaciones extremas la participación activa de algunas mujeres en los conflictos civiles parezca hacer adelantar posiciones, lo cierto es que éstas sólo se consolidan en situaciones libres y estables. Bastantes mujeres han descubierto en su propia carne que el hecho de arriesgar su seguridad o sus vidas para derrocar una tiranía no las pone a salvo de padecer las consecuencias de su victoria si el régimen que tras ella se instala es otra tiranía. Cualquier totalitarismo y cualquier fundamentalismo refuerza el control social y, desgraciadamente, eso significa sobre todo el control normativo del colectivo femenino. Por eso las medidas de decoro que toma una insurrección triunfante, –indumentarias, de reforma de costumbres, de protección de la familia, de «limpieza moral»– siempre son significativas y nunca deber ser consideradas meros detalles accidentales. Montesquieu escribió que:

La medida de la libertad que tenga una sociedad depende de la libertad de que disfruten las mujeres de esa sociedad.

Sólo la democracia, y más cuanto más profunda y participativa sea, asegura el ejercicio de las libertades y el disfrute de los derechos adquiridos. Por imperfecta que pueda ser, siempre es mejor que una dictadura de cualquier tipo, social, religiosa, carismática. En una democracia los cauces para la resolución de las demandas han de estar abiertos y por ello su presentación pública –aunque ello no signifique inmediato acuerdo– es condición previa de viabilidad y consenso. Incluso los derechos adquiridos en una situación tiránica se pierden, lo que indica el escaso consenso que habían logrado suscitar. Precisamente porque ninguna ley histórica necesaria rige los acontecimientos sociales, las involuciones siempre son posibles y nada queda asegurado definitivamente. La democracia es una forma política que exige su constante defensa y perfeccionamiento, lo que puede hacerse desde las más variadas instancias, individuales o asociativas. Incrementar los flujos de participación –lo que supone favorecer la contrastación, el debate y el afinamiento argumental– siempre favorece la presentación en la esfera pública de los excluidos y sus demandas. Feminismo, democracia y desarrollo económico industrial funcionan en sinergia, de modo que incluso la comparecencia de feminismo explícito en sociedades que no lo habían tenido con anterioridad, es un índice de que están emprendiendo el camino hacia el desarrollo. El feminismo está comprometido con el fortalecimiento de las democracias y a su vez contribuye a fortalecerlas.

La entrada en las instancias de poder explícito sigue siendo una tarea en curso. Los sistemas de cuotas –formales en unas fuerzas políticas e informales en otras– han contribuido a que todas las listas presenten un número mayor de mujeres que el que habría producido una cooptación sesgada. A pesar de sus defectos, y los tienenevidentes29, deben seguir aplicándose precisamente porque hasta el momento presente no se puede asegurar la imparcialidad en los mecanismos de la cooptación.

Las cuotas no existen para colocar mujeres donde no las hay –eso sería discriminación positiva– sino para evitar que la cooptación sesgue en función del sexo. El poder explícito y legítimo, cuyo primer analogado es el poder político dentro de las democracias, sirve sobre todo al objetivo de la visibilidad. Hace visible la calidad real de los logros curriculares alcanzados. El sufragismo, en su empeño por los derechos educativos, cubrió el tramo más fuerte y decisivo del camino a la paridad. La visibilidad sólo intenta que ese hecho antes impensable, la educación igual y los resultados con medida meritocrática de las mujeres, sean sistemáticamente dejados de lado u ocultado «como si todo siguiera igual». Las cuotas sirven para atajar dos conductas recurrentes por las cuales el privilegio masculino se reproduce: la invisibilización de logros y la discriminación de élites.

El feminismo es también un internacionalismo y también lo ha sido desde sus orígenes, como aplicador que es de la universalidad ilustrada en su doble vertiente, como panmovimiento y como universalismo político-moral. Esto requiere al menos tres instancias de acción dentro del progreso hacia un mundo globalizado. Debe entrar en el debate del multiculturalismo. Debe buscar presencia en los organismos internacionales. Y debe apoyar la posibilidad de una buena y rápida acción internacional.

El multiculturalismo, que se acoge fundamentalmente al concepto de diferencia y al derecho a exigir el respeto por esa diferencia, cuando se alía con el comunitarismo puede pretender hacer legítimos y argumentables rasgos sociales de opresión y exclusión contra los que el feminismo se ha visto obligado a luchar en el pasado. Para prestar asentimiento a las posiciones multiculturalistas el feminismo puede y debe cerciorase del respeto a la tabla de mínimos constituida por la Declaración Universal de Derechos Humanos, a poder ser complementada por las declaraciones actualmente en curso de derechos de las mujeres.

Del mismo modo la presencia y visibilidad de las mujeres en los organismos internacionales debe aumentarse, así como la capacidad de acción de las propias instancias internacionales de mujeres, ya sean partidarias o foros generales. Las experiencias habidas en conferencias internacionales, declaraciones y foros indican la voluntad de presencia en el complejo proceso de globalización, así como la capacidad de marcarle objetivos generales éticos, políticos y poblacionales. Por otra parte, la presencia del feminismo en las mismas instituciones internacionales asegura también la adecuación de los programas de ayuda en función del género, así como su eficacia. En un momento en que los Estados nacionales no son ya el marco adecuado para resolver gran parte de los problemas, porque éstos se plantean a nivel mundial por encima de la capacidad de acción individual de los Estados, el contribuir a la capacitación, mejora y reforzamiento de las instituciones internacionales contribuye a la causa general de la libertad femenina.

El asunto de la buena y rápida acción internacional se vincula, además, con el escabroso tema de la violencia. Las mujeres no están esencialmente comprometidas con la paz. Aunque hasta una filósofa tan crítica e ilustrada como Beauvoir haya llamado al varonil el sexo que mata y al femenino el sexo que da la vida, eso no pasa de ser apelaciones retóricas que sólo cierta mística diferencialista puede tomar como si fueran conceptos. Pero, aunque no sean esencialmente pacíficas ni tampoco lo sean funcionalmente en un sistema jerárquico patriarcal –porque cada mujer usa su capacidad de violencia con quienes sean débiles aunque sean de su mismo sexo y porque la disposición atomizada hace que cada una, con independencia de su voluntad, apoye la violencia de los varones propios– en una sociedad imparcial las mujeres nada tienen que ganar con la violencia. La democracia, que es ella misma una manera de evitar la violencia y remitir al principio de mayorías guiando éticamente las decisiones, que en ocasiones puede y debe ser violenta hacia el exterior, tiene que disminuir al máximo la violencia interna. Y no termina su acción cuando evita la violencia política y civil, sino que está obligada a preservar a sus ciudadanos lo más posible de su capacidad de violencia mutua. Esto es, tiene el deber de ser segura. Por otra parte, el florecimiento de formas civilizadas de vida es sólo esperable allí donde la violencia externa e interna del estado no ocupe demasiado lugar en el imaginario colectivo. La paz vuelve «femeninos» a los pueblos, decían ya los historiadores romanos conservadores. Esto que ellos escribían como una severa crítica, podemos afirmarlo como una firme convicción de las democracias avanzadas. Los valores que la paz promueve, la convivencia, el cuidado de las personas, la vida placentera… no son esencialmente femeninos, sino que son apetencia común en sociedades que pueden permitírselos. Dejo para mejor ocasión profundizar este tema porque, por su enjundia, no cabe despacharlo sin más. Pero adelanto que el feminismo puede constituirse en garantía de paz, del mismo modo que está absolutamente empeñado en la desaparición de la violencia de género y las violencias individuales. Pueden las mujeres libremente reclamar las armas dentro de los ejércitos y puede el feminismo colectivamente exigir una sociedad pacífica e internamente desarmada. Allí donde la capacidad de ejercer violencia es todavía un valor, las mujeres tienen muy poco espacio y se convierten en víctimas.

Gran parte de las líneas de acción presente y futura hasta ahora enumerados se dejan resumir en tres: variación de marco conceptual, aumento de la capacidad de acción y reparación de los déficits cuantitativos.

Quisiera, por último, señalar algunos objetivos inmediatos que despejen en efecto el camino a la paridad. Enumeraré al menos tres de ellos. El primero es solventar también el déficit cualitativo. No podemos pensar que la discriminación de élites no forma parte de los déficits cuantitativos, aunque de suyo es un déficit cualitativo. Y en este momento en particular fortísimo. Dado el actual nivel de formación y preparación curricular de la población femenina, su fracaso masivo -y en esto los números que se comenzaron a hacer en la década anterior son rotundos- no puede producirse sin voluntad expresa de que ocurra ni sin voluntades operativas que lo persigan. El techo de cristal se sigue produciendo y reproduciendo en el conjunto completo de los sectores profesionales.

El segundo esclarecer la ginofobia del mercado y desactivarla. Las mujeres resultan ser los sujetos peor parados en el sistema del mercado –en apariencia indiferente–, con menores posibilidades de empleo, con peores empleos y con tareas a menudo muy por debajo de su capacidad individual. Ajustar el mercado a la meritocracia para el caso de las mujeres es una tarea primordial. La actual generación de mujeres de treinta años soporta, como ninguna en el pasado, una discriminación continua que, además, tiene muy poco de sutil. Esa generación, la de mayores logros y mejores tasas educativas que hayamos tenido nunca, está sufriendo, por el momento, un auténtico desastre.

Y, en tercer lugar, hay todavía un grave déficit de voluntad común. El feminismo no es sólo una teoría ni tampoco un movimiento, ni siquiera una política. Siendo todo eso, ha sido y es también, lo digo a riesgo de repetirme, una masa de acciones, a veces en apariencia pequeñas o poco significativas. Cada vez que una mujer individualmente se ha opuesto a una pauta jerárquica heredada o ha aumentado sus expectativas de libertad en contra de la costumbre común, se ha producido y se produce lo que podríamos llamar un «infinitésimo moral» de novedad. El feminismo ha sido y es esa suma de acciones contra corriente, de rebeldías y afirmaciones, que tantas mujeres han hecho y hacen sin tener para nada la conciencia de ser feministas. Esto es, tales acciones se realizan sin la conciencia de una voluntad común.

Creo que en este momento y en esta tercera ola del feminismo al que pertenecemos , que es la que da paso a un tercer milenio, las mujeres pueden ser ya capaces de forjar una voluntad común relativamente homogénea en su fines generales: conservar lo ya hecho y seguir avanzando en sus libertades. Pertenezcan a la parte del espectro político que pertenezcan, las mujeres presentes en los ámbitos públicos tienen el deber y la capacidad de elaborar una agenda de mínimos consensuados. Si se esfuerzan por lograr fraguar esa voluntad común, todas las mujeres lograremos nuestros fines con mucho menor esfuerzo –aunque sólo sea emocional– del que hasta ahora les costó a nuestras predecesoras conseguir lo que nosotras tenemos.

Pienso que cada tiempo cubre sus metas y nosotras, que vivimos de lo que otras y otros nos consiguieron, tenemos que cubrir la nuestra. Tenemos por delante el reto general de la paridad que implica resolver varios desafíos parciales: La formación de una voluntad común bien articulada que sabe de sí, de su memoria y de los fines que persigue. El esclarecimiento de los mecanismos sexistas –cuando no ginófobos de la sociedad civil, el mercado y la política. La elaboración común de una agenda de mínimos que evite pérdidas de lo ya conseguido y refuerce el asentamiento de logros. Y la resolución del déficit cualitativo que, en el momento presente, es una vergüenza para la razón. Para tal resolución los mecanismos de paridad son condición necesaria, pero no suficiente. El salto cualitativo, tan habitual en el discurso dialéctico de los setenta, necesita de la acumulación cuantitativa, que ahora suelen llamarse «masa crítica»30, pero no se resume en ella. Finalizada la dinámica de las excepciones, sería una trampa caer en los avances exclusivamente cuantitativos. Éstos dejan incólume el principio de excelencia que es, bien al contrario, un valor del que hay que apropiarse.

Amelia Valcárcel Bernaldo de Quiros es filósofa, reside en Madrid.

Consejera de Estado de España. Docente de Filosofía moral y política de la UNED. Investigadora. Dirigió la revista Leviatán. Escribió, entre otras obras, Derecho del mal (1980), Feminismo en el mundo global (2008), La memoria y el perdón (2010).

* Este documento reproduce íntegramente el elaborado en 2001 para los materiales didácticos del curso “Sí. Tú puedes” de la Diputación de Barcelona, destinado a la formación de mujeres como cargos públicos municipales, y que se ha realizado en distintos países.

https://valcarcelamelia.files.wordpress.com/2015/07/que-es-y-que-plantea-el-feminismo.pdf

Notas:

1 Remito al impecable análisis de C. Amorós en «Interpretaciones a la democracia paritaria», en Democracia Paritaria, Les Comadres, Gijón 1999, págs. 79 y ss. 5

2 «Discours sur l´inegalité», Oeuvres Completes, Vol. II, L´Integrale, Seuil, 1971, págs 226-7.

3 Ibid. págs 229.

4 Para este análisis, Rosa Cobo, Fundamentos del Patriarcado Moderno: J.J. Rousseau, Cátedra, Madrid, 1995.

5 Esta singular literatura, en la que se mezclan vindicaciones con arbitrios, es aún poco conocida, como por otra parte sucede casi con la completa polémica feminista de Las Luces. Una excelente recogida de textos para introducirse en ella es la realizada por A. Puleo, La Ilustración olvidada: la polémica de los sexos en el siglo XVIII, Anthropos, Barcelona, 1993.

6 Condorcet, Cartas de un burgués de Newhaven a un ciudadano de Virginia, Puleo, op.cit. pág 95. En Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía, Condorcet afirma: «O bien ningún individuo de la especie humana tiene verdaderos derechos, o todos tienen los mismos».

7 Para el mejor conocimiento de texto y contexto remito a I. Burdiel, en su excelente «Introducción» a la edición española de la Vindicación, Madrid, Cátedra, 1994.

8 Su autor fue probablemente Sylvain Maréchal, perteneciente al grupo de «Los Iguales» cuya figura más descollante fue Babeuf. Si sorprende que el igualitarismo radical fuera compatible con la completa exclusión, es porque quizás no se manejen las claves de interpretación adecuadas. En palabras de Celia Amorós, la igualdad de los ciudadanos de hecho se solapó con la igualdad conspiratoria de la fratría masculina («Espacio de Los iguales y espacio de las idénticas», Arbor, Madrid, Noviembre-diciembre 1987. este trabajo fue retomado y ampliado por su autora en «Igualdad e Identidad» en El concepto de Igualdad, A. Valcárcel Ed. Madrid, Pablo Iglesias, 1994. Para el comentario detenido del sarcástico panfleto de Maréchal, G. Fraisse, Musa de la razón, Madrid, Cátedra, 1991.

9 Ed. Cit. pág 208. Del Manuscrito, ibidem 422.

10 Del artículo Economía Política, ed. cit. pág 277. No me resisto a recordar en este punto que Rousseau, como padre, por mucha seguridad que tuviera sobre su paternidad en los hijos habidos de Teresa, no se sintió en el deber de reconocerlos ni alimentarlos, sino que él mismo relata en sus Confesiones que sistemáticamente los envió a la inclusa.

11 Vindicación, pág 249, ed esp. Cátedra, 1994. 12 Ibid. págs 249-50.

13 Badinter, E. ¿Existe el amor maternal?, (1980), trad. esp. en Paidós, Barcelona y Buenos Aires, varias ediciones. Se cita por la de 1984.

14 Como resume agudamente Badinter, «No es un azar que las primeras mujeres que escucharon los discursos masculinos sobre la maternidad fueran burguesas. Ni pobre, ni particularmente rica o brillante, la mujer de las clases medias vio en esta nueva función la oportunidad de una promoción y una emancipación que la aristócrata no buscaba…se convertía en el fundamento central de la familia…la madre es consagrada como «soberana doméstica».. La maternidad se transforma en una función gratificante porque ahora está cargada de ideal. El modo en que se habla de esta «noble función», con un vocabulario sacado de la religión, señala que a la función de madre se asocia un nuevo aspecto místico. La madre es comparada de buena gana con una santa y la gente se habitúa a pensar que una buena madre es «una santa». La patrona natural de esta nueva madre es la Virgen María cuya vida testimonia la dedicación a su hijo». Badinter, op. cit. págs 183-84.

15 De hecho sólo se produjo una intervención que fue primera y única. «Los Cien mil Hijos de San Luis» intervinieron en España llamados por el ultramontano Fernando VII que los usó contra los liberales españoles. Ellos mismos se retiraron asqueados del tipo de violencias en que se les quería hacer participar y esta su única intervención dio al traste con la mera posibilidad de repetirla en cualquier otro lugar.

16 A. Miyares «1848 El manifiesto de Seneca Falls» en Leviatán, primavera de 1999.

17 Todavía la más joven de las asistentes pudo llegar, en su ancianidad, a celebrar la obtención del voto.

18 Hace tres años diversos medios de prensa, en la sección de sueltos graciosos, daban esta noticia: una mujer británica, habiendo cumplido 100 años, recibió en ese día dos alegrías. La primera la que recibe toda persona centenaria en esa monarquía: la reina le envió el telegrama de felicitación. La segunda, la universidad de Oxford en que había cursado sus estudios de historia le remitió por su parte el título que en su día no le había expedido.

19 Ignoro porqué este hecho es, a menudo, obliterado y se hace recaer la intención de la lucha pacífica en las supuestas raíces pacíficas ancestrales del hinduismo de Mahatma Gandhi. En todo caso, éste, las tomó del sufragismo.

20 Como ejemplo diré que se llegó a escribir en los libros de belleza que la época hizo populares, que una esposa perfecta debía levantarse de la cama una hora antes que su marido a fin de arreglarse, de modo que éste no la viera nunca sin maquillar a lo largo de su vida. Del mimo modo se podían aconsejar ejercicios para afinar la cintura mientras se pelaban patatas. En el bachillerato español las jóvenes estábamos obligadas a estudiar la asignatura de «economía doméstica» en cuyo texto podíamos encontrar interesantes lecciones sobre las partes cárnicas de los animales, así como completos desarrollos del tema «cómo mantener perfectamente ordenado un armario».

21 Por ejemplo permanecía vedado por ley el acceso a las magistraturas, el ejército, el clero; y, por supuesto, el acceso de facto a las profesiones prestigiosas, la política, las ingenierías, arquitectura, medicina, economía y un largo etcétera donde las mujeres se mantenían siempre a título de excepciones.

22 Pongo como ejemplo la violación en el seno del matrimonio, figura impensable en el momento en que fue planteada.

23 Para un análisis más pormenorizado de estas formas organizativas remito a mi libro A. Valcárcel Sexo y filosofía, sobre mujer y poder, Anthropos, 1991. Del mismo modo lo hago para el debate fundamental acerca de «la contradicción principal», que aquí no podré reproducir pormenorizadamente por necesidad de síntesis.

24 De nuevo me veo obligada para no desdibujar el hilo principal expositivo a remitirme a mi libro Sexo y filosofía ya citado anteriormente.

25 1991. Ed esp. Anagrama, 1993.

26 Para una revisión más pormenorizada, Valcárcel, La política de las mujeres, Cátedra, 1997.

27 Derivan, en efecto, de la aplicación autoconsciente del principio de imparcialidad, uno de cuyos más sobresalientes teóricos es Rawls en su Teoría de la Justicia.

28 Vid. numeroso ejemplos de este tipo de trabajos en la bibliografía específica acarreada por Bourdieu en La domination masculine, Seuil, París, 1998.

29 El mayor de ellos que no tienen modulación interna capaz de impedir un uso pervertido, por lo que han de ser sistemáticamente vigilados.

30 En Uriarte y Elizondo, Mujeres en política, Ariel, 1997. Las autoras apuntan el significativo tema del treinta por ciento: hasta este porcentaje, y dentro de la dinámica organizativa, las mujeres tienden a realizar labores conjuntas y solidarias de toma de decisiones y espacios. Por encima de él tales actividades cesan.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

AMORÓS, C. Hacia una crítica de la razón Patriarcal, Edit. Anthropos, Barcelona, varias ediciones desde 1987.

AMORÓS, C. Tiempo de Feminismo, Edit. Cátedra, Madrid, varias ediciones desde 1998. CAMPS, V. El siglo de las Mujeres, Edit. Cátedra, Madrid, varias ediciones desde 1998.

VALCÁRCEL, A. Sexo y Filosofía, sobre mujer y poder, Edit. Anthropos, Barcelona, varias ediciones desde 1991.

VALCÁRCEL, A. La Política de las Mujeres, Edit. Cátedra, Madrid, varias ediciones desde 1997.