Guadalupe Loaeza
Para Pedro.
“El recuerdo de las cosas del pasado no necesariamente es el
recuerdo de las cosas como en realidad sucedieron”. Marcel Proust
Para mi sorpresa recibí dos cartas en las cuales se me reclamaban mis remembranzas de la época en que conocí al arquitecto Diego Matthai, entonces, a principios de 1970, casado con Regina Esquivel Obregón. En mi texto, escrito con mucha nostalgia, cuento mis vivencias de las reuniones que organizaban en su departamento de la colonia Cuauhtémoc. Confieso que me encantaban por diferentes y porque eran muy divertidas. Tan solo acordarme de aquella época me provoca una dulce nostalgia, tal vez se deba a mi precario estado de salud. Mi intención no es ofender a nadie, al contrario, es decirles a los amigos de antes, incluyendo a Diego, lo mucho que me divertí y aprendí con ellos.
Dicho lo anterior, en una de las dos misivas que recibí se me reprocha haber dicho que fui invitada, cuando según el que escribió la carta, nunca lo fui, “y que por lo tanto incurrió en información de terceros…”. Nada más falso. Todavía recuerdo el departamento de Diego y Regina de la colonia Cuauhtémoc, en la esquina de Río Tíber. La decoración era muy original, tenían una mesa baja cuya cubierta de vidrio muy grueso estaba sobre muchas botellas vacías de Coca Cola, tamaño familiar. Había muchos objetos decorativos, sobre las mesitas laterales, diseñados por Diego Matthai: conos cromados, bolas de todos tamaños de madera, etcétera, etcétera. Igualmente me reclama haber escrito en mi texto que Regina me ofrecía “un pericazo” (seguramente esto fue lo que más les molestó). Nunca me lo ofreció. Hasta hoy que escribo esto, no sabía yo que el “pericazo” tenía algo que ver con la cocaína. En esa época y después del 68, era muy común ofrecer en las fiestas marihuana, sobre todo las que se organizaban en Acapulco. Quien lo niegue miente. Lamento haber utilizado una palabra inadecuada que ni siquiera conocía. Como termina su carta mi amigo, a quien me encontraba en las reuniones de Regina y Diego: “En fin creo que debes una disculpa o una rectificación a los que nos insultaste y pusiste en peligro de opiniones falsas”. Ofrezco una disculpa a quien corresponda y rectifico lo que haya que rectificar.
La primera réplica se envió a nuestro diario y está firmada por la historiadora Andrea Martínez Baracs. El principio de su carta, al referirse al texto que escribí el 20 de julio como un modesto homenaje a Diego Matthai, que fue mi amigo sobre todo en los últimos años, es terriblemente agresiva: “El veneno de la envidia, añejado por más de cincuenta años, libera una sustancia repulsiva”. ¿Envidia? ¿A quién? ¿A Regina Esquivel Obregón? ¡Pero si yo la admiraba por empoderada, feminista y moderna! La admiraba, cuando era alumna de mi hermana Enriqueta en el Colegio Asunción, por rebelde e irreverente. ¿Envidia? Según la escritora, estuve esperando cincuenta años para escribir lo que escribí. Pero si mi pecho no es bodega, como diría AMLO. Según Martínez Baracs, en mi texto, escrito por puritita nostalgia, le atribuyo: “dichos y hechos entre impropios e ilegales. Esto es difamación y es penado por la ley”. ¿Ilegales y penado por la ley? Nada más desproporcionado de lo que escribí. “Regina (nieta del historiador mexicano Toribio Esquivel Obregón), guapa, con abundante cabellera, muy delgada, usaba las minifaldas más reducidas del mundo con unas botas de gamuza que le llegaban hasta la rodilla…”. Líneas abajo escribo: “Algo me decía, sin embargo, que aunque éramos muy amigas, Regina me veía muy ‘fresa’, y ella sabía que yo la percibía como la típica ‘hippie’, super snob, pero eso sí, inteligente y muy divertida”. ¿Esta descripción nace de la envidia? He de decir que si algo le gustaba a Regina era “épater le bourgeois”, es decir, “dejar al burgués atónito”. De allí que me hiciera comentarios como el que puse en mi texto: “Mi máxima ilusión es hacer el amor con un negro”. Regina sabía que este tipo de comentarios de alguna manera me escandalizarían. Y claro que me escandalizaban. Pero así era Regina, provocadora.
También le ofrezco disculpas a la señora Andrea Martínez Baracs, sin embargo, le diría lo que solía decir mi madre, doña Lola: “Yo soy responsable de lo que digo, mas no de lo que entiendan”.
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