Sacrificios humanos

Denise Dresser

Celebro la pirámide colocada en el corazón del Zócalo capitalino. Lo llamativa y colorida que es, en contraste con el colapsado Templo Mayor. El entusiasmo y el presupuesto a la construcción de la Disneylandia de Amlolandia. Las luces, el espectáculo, la escenificación. El poder de convocatoria que tuvo, congregando a miles de mexicanos a divertirse, recordando el glorioso pasado de México antes de la Conquista española, celebrando el estruendoso éxito de la Cuarta Transformación a pesar de la pandemia. Pero más importante aún: ahí en el corazón de la ciudad está el recordatorio cotidiano de por qué perecen los países y por qué colapsan las civilizaciones. Cuando manejan mal las pandemias, cuando no saben cómo lidiar con las pestes, cuando no logran proteger a la población. Los Aztecas ayer, AMLO hoy.

La pirámide edificada para celebrar también ofrece lecciones para reflexionar. Para revisitar lo que realmente ocurrió hace 500 años y no sólo fue la toma de Tenochtitlan por un manojo de españoles rapaces. En 1520, como relata León-Portilla en La visión de los vencidos, el Valle de México padeció “una gran plaga -un gran destructor de pueblos”. Miles se contagiaron, miles sucumbieron, y un año después Cortés retomó una ciudad devastada. Luego vendría la pestilencia del Cocoliztli, la fiebre hemorrágica viral -que segó entre 5 y 15 millones de vidas- interpretada como un “acto de Dios”, un castigo divino para los paganos. En la perspectiva del colonizador y del catequista, los pueblos originarios eran sacrificables, dispensables. Su muerte no evidenciaba la inhumanidad del conquistador, sino la inferioridad del conquistado. En la Nueva España, la vida de un indígena no valía nada. En la 4T sucede algo similar.

Quinientos años después, parecería que otra vez nos gobernaran esos mismos virreyes, con mucha ambición de poder y poca ética pública. Don Andrés López Obrador, impermeable ante el dolor de los desposeídos, indiferente ante el sufrimiento de los vulnerables, impasible ante la variante Delta del Covid-19, la nueva plaga del siglo XXI. Insistiendo en que el pueblo debe salir, tomar riesgos, andar por los caminos de la vida, llevar a sus hijos de vuelta al aula, y sacrificarlos en nombre del rey. Acompañado de López-Gatell, quien afirma con cínica contundencia que no hay evidencia del contagio o la mortalidad en niños, cuando alrededor del mundo la hospitalización pediátrica va en ascenso. Como si ambos no leyeran o revisaran los datos diarios, los papers científicos, las advertencias provenientes de otras latitudes, la información alarmante que comienza a recabarse. Como si los casos en menores de edad no hubieran incrementado 139% desde el máximo registrado en la segunda ola. Como si les importara más la preservación de la popularidad y la narrativa de “normalidad” que la vida de niños y niñas.

Porque si la protección de la infancia fuera su preocupación principal, no obligarían a los padres de familia a firmar una carta de corresponsabilidad, para reducir riesgos legales. No forzarían el regreso a aulas mal ventiladas, mal equipadas, insalubres, vandalizadas. No promoverían el argumento de que impulsan “políticas de género”, celebrando que las mujeres ya podrán regresar a trabajar, aunque sus hijos se enfermen. Si les consternara la salud de los niños, pospondrían el regreso a clases hasta que México vacunara a un porcentaje mucho mayor de su población, hasta que se rehabilitaran las aulas, hasta que pudieran proveer cubrebocas N95 a todos, hasta que hubiera protocolos de pruebas semanales, hasta que se destinara el presupuesto suficiente para que las familias no fueran obligadas a proveer gel para sus hijos, porque el gobierno más humanista de la historia no lo hará. AMLO se ríe, bromea, pone canciones, se pelea, y actúa con absoluta irresponsabilidad.

Olvida que “la prueba moral de un gobierno es cómo trata a los que están en el amanecer de su vida, los niños”. Ignora la famosa frase de Humphrey y sus implicaciones. Alguien que desestima el impacto del Covid en la infancia no merece estar en un puesto público. Alguien que construye un monumento de plástico para conmemorar la grandeza de nuestros antepasados, pero piensa que la vida de los menores no vale nada, no merece ser Presidente. La pirámide lo constata: su sueño imperial está construido sobre sacrificios humanos.