Prosa aprisa
Arturo Reyes Isidoro
Recuerdo que en la segunda mitad del siglo pasado el comentario, entonces incuestionable, era que en México los símbolos intocables eran el presidente de la república, el Ejército Mexicano, los símbolos patrios (la bandera, el escudo y el himno nacionales) y la virgen de Guadalupe (algunos, en son de broma, agregaban al presidente de los Estados Unidos).
En 1988 empezó a caer el primero, el presidente, cuando el entonces senador, ya de oposición, Porfirio Muñoz Ledo, interrumpió, a la mitad de informe presidencial, a Miguel de la Madrid. “Con su permiso, señor presidente”, dijo tres veces. El acto se congeló entonces y el país también. Nadie hasta entonces se había atrevido a tanto. Aquello era un verdadero sacrilegio político y se inició el derrumbe de la hasta entonces intocada figura presidencial. Superada la melé que se armó, a partir de entonces nada fue igual.
Un periodista amigo nuestro, con orígenes en Chicontepec, ya fallecido, Fidel Samaniego Reyes, de El Universal, de los mejores cronistas que ha habido, anotó en aquel memorable 1 de septiembre:
“Y fue entonces cuando murió una época y nació otra. Aquella mañana ocurrió lo que nunca había ocurrido. Y el ritual ya envejecido quedó sepultado. Y los gritos, los puños, los rostros enrojecidos aparecieron en el salón de sesiones de la Cámara de Diputados, en lugar de los gestos comedidos, los aplausos desmedidos, el absoluto respeto a las formas.
Aquel día, 1 de septiembre de 1988, un presidente de la República dejaba de leer su mensaje. Miguel de la Madrid Hurtado era interrumpido por la voz grave de Porfirio Muñoz Ledo, quien poco antes había apagado el undécimo cigarrillo, se ponía en pie, levantaba el índice derecho, solicitaba a Miguel Montes, quien presidía la sesión, el uso de la palabra para interpelar al jefe del Ejecutivo federal.
Estupor en unos, nerviosismo en otros. Y luego, los gritos de varios. De la Madrid volteaba hacia el palco en el que estaba su mamá. Muñoz Ledo no evitaba el temblor de la barbilla. Montes le pedía que retornara a su lugar. Solicitaba al presidente que continuara con su discurso.
Luego, más intentos muñoz-ledianos por interpelar al mandatario. Y más exclamaciones de sus compañeros contra el que ocupaba la llamada más-alta-tribuna-del-país. Y la manifestación silenciosa de los legisladores panistas, parados, con boletas electorales en las manos. El escándalo. Y algo también insólito, inédito: diputados y senadores del Frente Democrático Nacional abandonaban el recinto. El entonces gobernador de Aguascalientes, Miguel Ángel Barberena, apretó con su manaza el cuello de Muñoz Ledo, alguien más le tiró una patada. Otto Granados Roldán le lanzó una mentada.
Fue entonces, así, cuando y como el 1 de septiembre dejó de ser el ‘día del presidente’”.
El Ejército
De los recuerdos que guardo de mi niñez, de cuando me llegó la edad escolar, está el respeto y casi la veneración que nuestros maestros nos inculcaban por el Ejército Mexicano, por los soldados, respeto y veneración que rayaban incluso en el temor.
Los 19 de febrero, en Coatzacoalcos, eran una fecha muy especial para los niños de aquella época, casi un día de fiesta. Hacían que nuestros padres nos llevaran antes de las 6:00 de la mañana a la escuela, nos entregaran a los maestros, quienes conforme llegábamos nos iban formando.
Luego, caminando en aquellas calles sin pavimentar, de arena, nos llevaban hasta el cuartel. Cuando llegábamos, a una orden, todos, a coro, empezábamos a cantarles Las Mañanitas a los uniformados y se les entregaban entonces los regalos que habían pedido a nuestros padres que compraran: un kilo de arroz, o de frijol, o un jabón de baño (Camay era el de moda), o un jabón Octagón (el Zote de entonces) para lavar ropa. En nuestras familias no había para más.
Entonces regresábamos para iniciar clases.
Me volví a topar con los verdes cuando hice mi Servicio Militar (salí con grado de sargento segundo). Seguían imponiendo respeto, pero entonces a muchos ya nos daban miedo: estaba fresco el 68, la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Recuerdo a unos oficiales jóvenes que se enardecían que se cuestionara el papel que habían jugado.
Poco después, ya en mis años de reportero –en mayo pasado cumplí 50 años en este ejercicio (¡chin!, y todavía no lo he podido celebrar)– estuve cerca de ellos: en giras presidenciales las vallas metálicas de ahora las formaban los soldados al paso del presidente, con bayoneta calada, con la punta muy filosa y hasta brillante de esa arma blanca apuntando hacia el paso de la gente, lo que hacía que quienes teníamos el privilegio de entrar en la comitiva lo hiciéramos en orden para no rozar el arma y dañarnos.
Imponían respeto y miedo. Nadie les faltaba. Cuando uno se los topaba en la calle, todo mundo andaba derechito. De ahí, sobre todo cuando los últimos gobiernos los involucraron en tareas policíacas, su buena imagen comenzó a resquebrajarse, se les perdió el miedo, primero, y luego, el respeto. El punto de quiebre, no tengo ninguna duda, se dio cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador les ordenó, como su Comandante en Jefe, que no repelieran ninguna agresión de civiles, y, tristemente, vimos en vivo, gracias a Facebook, cómo pobladores de varias partes del país, presuntamente al servicio de la delincuencia organizada, los bajaban de sus vehículos, los desarmaban, los amarraban, los golpeaban, los escupían y los pateaban, sin que pudieran meter las manos porque así se los había ordenado su jefe. A partir de entonces ya nada va a volver a ser igual con los juanes.
Felipe Calderón los metió en una guerra que no tiene para cuándo acabar, una guerra que no era suya sino de las policías. Enrique Peña Nieto no rectificó ni corrigió y siguieron en la batalla. López Obrador, que en un principio los criticó, al final se los acercó y ha terminado no solo por mantenerlos guerreando contra la delincuencia. sino que los ha convertido en albañiles y obreros al entregarles obras relevantes.
Su involucramiento con los gobiernos civiles relajó su disciplina, su alto sentido del honor, su honestidad y los contaminó. Se sintieron más cerca de sus jefes y hasta vieron que podían ser y actuar como ellos, por ejemplo, en actos de corrupción, no solo coludiéndose con los delincuentes o de plano pasándose de su lado, sino también robando de las arcas públicas.
El 5 de junio pasado el diario El País México informó, tras una investigación de su reportera Zorayda Gallegos, que el Ejército había desviado, entre 2013 y 2016 (en el gobierno de Peña Nieto), a una empresa fantasma, 240.5 millones de pesos (casi 15 millones de dólares) que eran para comprar armamento militar.
Ayer, ese mismo diario, en otra investigación de la misma reportera, con pelos y señales, así como copias de documentos oficiales, reveló que entre 2013 y 2019 (ya en el gobierno de AMLO, que supuestamente combate la corrupción) desvió también 2,371 millones de pesos (156 millones de dólares) a empresas fantasma y que ninguno de los altos mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional que autorizaron las compras ha sido sancionado por las operaciones en las que se emplearon 250 compañías. Supuestas obras se habrían realizado en los viveros forestales de Perote y Pueblo Viejo, en Veracruz.
El Ejército sigue siendo una gran institución, pero dejó de ser aquel símbolo del que nos enorgullecíamos, al que admirábamos. ¡Qué podredumbre! Ya solo nos quedan dos símbolos intocables: los patrios y la virgencita de Guadalupe (y, claro, el presidente de los Estados Unidos, je je).
Se derrumban muchas instituciones, se derrumban nuestros símbolos, derrumban el país. ¡Ay!