Tiempos huracanados .

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/ Mónica Lavín /

Me da por pensar que últimamente vivimos tiempos huracanados, no sólo por la devastación de Otis en Acapulco en la costa de Guerrero, sino por el acto terrorista de Hamas que no sólo ha desatado la respuesta desmedida de Israel sino las divisiones en el mundo (ni Hamas es toda Palestina ni Israel es sinónimo de judío), sigue la guerra de Ucrania y Rusia y en México nos desmantelan el país las vendetas del presidente contra el poder judicial, los recortes presupuestales y desaparición de instituciones, y el poder cada vez mayor del crimen organizado.

Vivimos entre fuegos. Denostados si no somos adoradores sin chistar de la voluntad del ejecutivo. Muertos si no pagamos derecho de piso. El ambiente de paz y respeto lo violenta el presidente todas las mañanas. Sus adversarios lo atizan. Las conversaciones de sobremesa alejan a los que piensan de uno y de otro lado porque estamos viviendo tiempos de un país dividido aún ante la tragedia acapulqueña en donde las voces más sensatas insisten en la unidad para ayudar por encima de cualquier tajada política.

El narco reaccionó de manera pronta después de Otis, arrancando los cajeros automáticos con la misma fuerza que los vientos huracanados para llevarse la posibilidad de qué los usuarios echaran mano de su dinero. El dinero se necesita a raudales para la reconstrucción de un paraíso que alguna vez fue de todos. En Acapulco maceramos la infancia, ahí conocimos los capitalinos la azul densidad de un océano interminable que daba miedo.

Ahí supimos del burro borracho en la Roqueta, de la virgen que se podía ver en el fondo del mar si viajabas en aquellas lanchas de fondo de cristal, de las puestas de sol en el oleaje brutal de Pie de la Cuesta donde, por unos centavos, los muchachos desafiaban en la transparencia de las olas, o del vuelo del clavadista entre las rocas sincronizado con la breve entrada del agua en La Quebrada. Acapulco estaba aderezado de leyendas que inflaban los días de sol, los castillos de arena, paladear por primera vez los ostiones y rendirte a su misteriosa naturaleza mineral. Acapulco era deslizarte sobre los colchones amarillos de las imparables y largas olas de El Revolcadero hasta atracar en la arena.

En Acapulco podías ser pez o pelícano. Agua, mar y tierra se disponían para maravillarte, sobre todo cuando nuestras vacaciones escolares eran en diciembre y enero: los mejores momentos para las playas mexicanas. No existía Cancun ni nadie hablaba de la Rivera maya. Acapulco estaba a distancia de coche, con parada en Iguala, con ese Cañón del Zopilote cuyas curvas había que resistir con dramamine y por fin después de Tierra Colorada prepararte para atisbar un trozo de mar con el que la familia entera gritaba desde el coche. Se conquistaba el paraíso.

Cuando puse la pluma sobre la página esta mañana, o la mañana de ayer según usted esté leyendo este artículo, y sólo iba a construir un párrafo para esbozar la devastación, la tragedia y lo difícil que es sacar la cabeza del agua en un país que se nos ha vuelto hostil, me ganó el desconcierto y la añoranza y el dolor por un Acapulco de los acapulqueños y de los visitantes habituales y los ocasionales, ya de por sí plaza tomada por los cárteles imparables. Abrazos y no balazos, Huracanes y no abrazos, y la cabeza que se nos llena de la comidilla política del día a día, que nos empacha, que no permite el rumor de la esperanza.

Acapulco es una prueba de fuego y para nosotros, simples mortales que sentimos enorme empatía por los damnificados, por los que vivieron horas de horror estando de paso, para quienes luego de sortear estos días sin techo, sin agua, sin comida ni luz, tendrán que encarar un futuro incierto,nos tocará atestiguar una temporada de solidaridad o una temporada de alacranes. Lo que no veremos de la misma manera (ya no lo podíamos hacer desde hace tiempo) es el paraíso que fue Acapulco mientras crecíamos y festejábamos la adolescencia traviesa. Ese Acapulco que eligió Johnny Weissmuller como vivienda última, donde ahogó el aullido que lo hizo Tarzán, la fama y el olvido.

Nosotros nos acordaremos de Acapulco, también del Acapulco devastado que deberá incorporar la cultura de la prevención. Así fue en la Ciudad de México en el 85, así fue después de Gilberto en Cancún. Siempre vamos tarde. Se nos atasca el jeep. Pero no se trata de nosotros. Se trata de ellos. Se trata de nuestro Acapulco.