Carlos Dario Arcos Omaña.
FELIZ NAVIDAD MI FLOTA FACEBOOKERA!
Les comparto una historia verdadera, que cada año relato y es de mis preferidas de Navidad. . .
Contada por el abuelo del autor, Ryan B. Anderson, sucedida en 1881 cuando Estados Unidos era un país rural.
Espero te llene de gozo, a mí me deja con un nudo en el corazón y algunas lágrimas…
Para apreciar lo que significa el dar de verdad, y eso no ha cambiado . . .
en estos 139 años . . .
De mi padre aprendí, una lejana Navidad, que la más grande de las alegrías viene de dar, no de recibir.
Era la Nochebuena de 1881.
Yo tenía quince años y sentía que el mundo se había hundido bajo mis pies.
¡No me habían comprado el rifle que yo tanto deseaba esa Navidad!
Mi desilusión no tenía límites y no digamos mi enfado.
Sintiéndome el más desgraciado de los muchachos, después de la cena me senté frente a la chimenea a esperar a mi padre que, como todas las Navidades, leería unos versículos de la Biblia antes de retirarnos a descansar.
Pero mi padre aquella noche no fue a buscar la Biblia.
En vez de sentarse frente al fuego con el libro en las manos, me llamó:
“Matt, ven afuera conmigo. Abrígate bien”.
¡Sólo faltaba eso! . . .
No sólo no me habían regalado el rifle, sino que ahí estaba mi padre haciéndome abandonar el calor de la casa y por ninguna razón lógica que yo pudiera ver.
Miré a mi madre para hacerle ver la injusticia pero ella sólo me dedicó una misteriosa sonrisa.
Obedecí, porque mi padre no tenía mucha paciencia cuando había ordenado alguna cosa, así que volví a ponerme las botas, los guantes , la gorra, la gruesa chaqueta y salí a la helada noche.
Fuera, aún me desanimé más.
Delante de la casa mi padre había puesto todo el equipo de trabajo.
El trineo grande estaba preparado.
Nunca usábamos el trineo grande a menos que fuera para una carga voluminosa.
Me desalenté.
Pero cuando mi padre acercó el trineo a la leñera y me ordenó que empezara a cargarlo hasta que no se pudiera más creí verdaderamente que se había vuelto loco.
“Papá, ¿que estamos haciendo…?”
Él me contestó con otra pregunta “¿Conoces a la viuda Jensen?”
La viuda Jensen vivía a unas dos millas de distancia.
Su marido había muerto hacia algo más de un año y tenía tres hijos, el mayor de los cuales sólo tenia ocho años.
“Sí, la conozco ¿por qué?”
“Yo les he visto hoy -dijo mi padre-. El pequeño Jakey recogía astillas por el camino del pueblo. No tienen leña, Matt”.
Y volvió a entrar a la leñera a coger otra brazada de troncos.
Yo le seguí.
Cargamos tanto el trineo que pensé que los caballos no podrían con la carga.
Aún cargamos un jamón, una pieza grande de tocino, un saco de harina y otro pequeño saco, que no sabía que podía ser.
Pregunté qué había dentro: “Zapatos, Matt, hay zapatos. Y también un poco de dulce. No parecería Navidad sin un trozo de dulce para los niños”.
Recorrimos las dos millas en silencio.
Yo pensaba que la viuda Jensen tenía vecinos más próximos que nosotros.
No eran amigos íntimos.
Nosotros no éramos ricos, ¿por qué papá tenía que comprarles dulces o zapatos a esos niños?
¿Realmente teníamos que hacerlo?
No lograba entender que aquello debiera preocuparnos tanto.
Cuando llegamos a casa de los Jensen, descargamos los comestibles en la puerta y llamamos.
Una voz tímida, preguntó; “¿Quién es…?”
“Soy Lucas Milles, señora, y mi hijo Matt, ¿podríamos entrar un momento?”
La señora Jensen abrió la puerta.
Llevaba una manta sobre los hombros.
Los niños, sentados alrededor de un mínimo fuego que apenas emitía luz (mucho menos calor) también estaban envueltos en mantas pero se les veía temblar de frío.
“Le hemos traído algunas cosas, señora”.
Mi padre puso los alimentos que llevábamos sobre la mesa y luego le dio el saco con los zapatos.
La señora Jensen, lo abrió vacilando y sacó los paquetes de él.
Había cuatro pares de fuertes zapatos allí dentro.
Un par para cada miembro de la familia.
Yo miraba a la señora.
Ella mordió su labio inferior para que no le temblara y entonces las lágrimas llenaron sus ojos y empezaron a correr por sus mejillas.
Parecía querer decir algo a mi padre, pero no le salieron las palabras.
“Matt, entra una buena carga de leña. Levantaremos ese fuego que hace falta calor aquí”, dijo mi padre.
Yo no era la misma persona que cuando salí a buscar la leña.
Tenía un nudo en la garganta y, aunque odiaba admitirlo, había lágrimas en mis ojos.
Seguía viendo a los tres niños alrededor de una chimenea helada y a su madre, de pie, llorando de gratitud.
Mi corazón se llenó de felicidad y estaba más alegre que ninguna otra Navidad que pudiese recordar.
Podía ver que habíamos salvado las vidas de esas personas y era una sensación tan maravillosa haber podido hacerlo, que no encontraba palabras ni para pensarlo.
El fuego ardía ya alegremente y los niños tenían un trozo de dulce en las manos y se reían felices.
La señora Jensen al fin encontró un poco de voz para decir a mi padre: “El Señor le bendiga. Los niños y yo hemos rezado para que Dios nos enviara un ángel y nos lo ha enviado”.
Muy a mi pesar, el nudo volvió a mi garganta y las lágrimas amenazaron con caer de mis ojos.
Pensé en mi padre.
Recordé todas las veces que había salido en ayuda de otros, lo que hacía por mamá y por mí.
Cuánto trabajaba y cuántas veces se sacrificó por todos.
La lista parecía interminable cuando pensé en eso.
Yo también creí que mi padre era un ángel.
Teníamos que irnos.
Los pequeños abrazaron largamente a mi padre.
Supuse (otra vez el nudo) que añoraban mucho al suyo y yo me sentí muy feliz por tener aún al mío.
Ya en la puerta, mi padre se volvió a la señora Jensen; “Mi esposa me pidió que les invitara a usted y a los niños para la cena de Navidad. El pavo es demasiado grande para nosotros tres y un hombre puede enfadarse si tiene que comer pavo durante muchos días seguidos. Nos gustaría volver a tener niños pequeños alrededor”.
La señora Jensen aceptó y nosotros nos encaminamos a casa.
Ni siquiera noté el frío en el camino de vuelta.
Ya llegábamos a casa cuando mi padre empezó a hablar: “Matt, quiero que sepas algo. Tu madre y yo hemos ahorrado durante todo el año para poder comprarte ese rifle que tanto deseabas y esta mañana fui al pueblo justamente a eso, a comprar tu rifle.
Pero ví al pequeño Jakey recoger astillas y envolverse los pies en un trozo de saco.
Entonces supe lo que tenía que hacer y gasté el dinero de tu regalo en zapatos y en un poco de dulce para esas criaturas.
Espero que lo entiendas”.
Yo entendí muy bien y mis ojos otra vez se llenaron de lágrimas.
Simplemente, el rifle se había quedado muy abajo en mi lista de prioridades.
Mi padre me había dado mucho más.
Me había dado las sonrisas radiantes de la señora Jensen y de sus hijos.
Desde entonces, cada vez que veo a alguno de los Jensen, o corto leña para la chimenea, o me pongo en la boca un trozo de dulce, recuerdo la noche que mi padre me regaló mucho más que un rifle.
Me regaló la mejor Navidad de mi vida.
Ryan B. Anderson.