/Sabina Berman /
Ningún candidato habla de la tragedia, triste ausencia
Estamos aún ahora viviendo en una pandemia, respirando con cautela entre otros seres humanos, recontando aún los muertos por el virus, y entrando despacio a una consecuente crisis económica, cuya dimensión nunca ha sido vista por los que hoy estamos vivos —y los 648 candidatos que compiten en las actuales elecciones para gobernarnos, hablan de cualquier otra cosa.
No sé si los 648 lo han pactado en alguna ceremonia secreta o el pacto se ha establecido por la fuerza de la mutua conveniencia, supongo que es lo segundo, pero ningún candidato habla de la tragedia, lo que conlleva una triste ausencia.
Ninguno tiene un plan para rescatar a la población empobrecida de su localidad.
La población empobrecida: a nivel nacional, de cada cinco clase medieros, uno ya es pobre; de cada cinco pobres, uno ha caído a la extrema pobreza; un millón y medio de empresas han sido clausuradas; y son ya quién sabe cuántos los desempleados, que comen a diario de milagro.
La extrañeza crece si se considera la falta de reclamo de los millones de ciudadanos que padecemos tamaña desventura.
¿Cómo es que a medio mitin ninguna ciudadana se pone en pie, pide la palabra y pregunta al candidato qué hará por su familia, que esa noche no tendrá qué comer? ¿Cómo es que ningún huérfano levanta una pancarta que diga Somos cientos de miles? ¿Cómo es que en ningún foro de televisión algún sesudo periodista le pregunta a un político sobre qué remedio ofrece para los electores de su estado, que hoy viven arrinconados en una casa ajena, viviendo de la piedad de familiares o amigos?
Llamémoslo SFC. Síndrome de la Ficción por Cortesía. Un término que captura este acuerdo de no hablar de un desastre común, para mantener las formas ya conocidas de la civilidad.
Los candidatos hacen gala de su indiferencia ante nuestra zozobra y nosotros, sus posibles gobernados, comprendemos que los ocupan cosas de mayor trascendencia, como la de derrotar a sus adversarios y poder hacerse de las magníficas casas de gobierno y las suntuosas camionetas oficiales; o en los términos más amplios de la República, y según los políticos han acordado entre sí, estas elecciones son una contienda para darle al presidente más poder para proseguir el desmontaje del régimen neoliberal o para quitarle poder y frenarlo.
Para dimensionar la extravagancia de nuestro pacto de cortesía, sirve contrastarlo con lo recién acontecido en las elecciones para gobernar la Comunidad de Madrid.
Ahí el monotema fue la pandemia y las penurias económicas de los madrileños de a pie. Cada candidato presentó su oferta, que no fue sino el barajeo de ciertos elementos posibles. Subsidios para las familias y los comercios; reducción de impuestos y de los costos de los servicios públicos; la prolongación o la eliminación del confinamiento; y siempre, en cada oferta, la aceleración de la vacunación.
Acá, lo antes dicho, de la tragedia, nada, porque resulta que en el Trópico somos los más corteses.
Permítanme diferir por tres párrafos de tanta cortesía. La Patria no es esa pirámide de poder por cuyas alturas hoy se pleitean nuestros políticos. La Patria es de carne y hueso, de concreto y adobe, de pan y leche y penicilina.
La Patria son hospitales públicos bien equipados. Escuelas limpias donde se venera con lápiz y goma al conocimiento. Comedores gratuitos con ollas de barro calientes para quienes tienen hambre. Refugios para quiénes no tienen camas en la noche. Exención de impuestos para que el tendero soporte la penuria y no tenga que despedir a treinta empleados. La trabajadora social que camina el camino lodoso buscando la ruina ajena, para tocar a su puerta de latón y ofrecer una salvación. La presa que se construye no solo porque es necesaria, sino porque le dará trabajo y esperanza a miles.
La solidaridad del Estado con la gente. Esa es la Patria real que los 648 candidatos, ya sean de Izquierda o de Derecha, han olvidado en estas elecciones. La Patria por la que otra generación de políticos (acaso, ojalá) trabajará.