/Ciro Murayama /
El presidente de la República anunció que una de las tres iniciativas de reforma constitucional que presentará a la LXV Legislatura del Congreso de la Unión a instalarse en septiembre de 2021, será para eliminar la representación proporcional en la Cámara de Diputados y el Senado.
Ilustración: Víctor Solís
La Cámara de Diputados se integra desde 1988 por 500 legisladores, 300 de mayoría relativa y 200 de representación proporcional. A partir de 1996 la Constitución establece que ningún partido podrá tener más de 300 diputados por ambos principios ni un porcentaje de legisladores que sea mayor en ocho puntos a su porcentaje de votación. El Senado, desde el año 2000, se conforma por 128 legisladores: tres por entidad federativa (dos para el partido más votado y uno para el segundo lugar), así como 32 de una lista nacional de representación proporcional.
La inclusión de la representación proporcional fue pieza indispensable del proceso de democratización de México, a grado tal que hizo posible hacia el final del siglo pasado que el partido hegemónico y su líder, el titular del Ejecutivo, perdieran el control del Poder Legislativo, activando así la división de poderes que nuestra Constitución contempló desde 1917, pero que fue papel mojado durante las largas décadas del hiperpresidencialismo.
Gracias a que la representación proporcional dio pie a que las minorías dejaran de ser testimoniales y se convirtieran en auténticos contrapesos legislativos, entre 1997 y 2018 todos los presidentes coexistieron con integraciones de la Cámara de Diputados donde su partido o coalición no tenía la mayoría absoluta y estaban obligados por tanto a negociar con otras fuerzas políticas todas las iniciativas de ley, incluida la aprobación anual del presupuesto de egresos de la federación, por no hablar de los cambios constitucionales. Lo mismo ocurrió en el Senado entre el 2000 y 2018.
Aun cuando el presidente López Obrador contaría, de mantenerse la alianza de Morena con el Partido del Trabajo y con el Verde, con mayoría absoluta de asientos en ambas Cámaras durante todo su sexenio —aunque ni en los comicios de 2018 ni de 2021 sus coaliciones electorales recibieron la mayoría de los votos ciudadanos al Parlamento—, el mandatario propone como prioridad de la segunda mitad de su gobierno alterar la integración del Congreso, eliminando la vía fundamental para la expresión legislativa de la pluralidad política real y, en especial, de las minorías. No se trata, cabe recordarlo, de una iniciativa del todo original: desde hace más de una década otros presidentes han expresado intenciones similares, como Felipe Calderón1 en 2009 y Enrique Peña Nieto2 en 2012, venturosamente ambos sin éxito, aunque ninguno llegó a plantear la abolición de los diputados plurinominales como se pretende ahora.
La democracia, como insistía desde la izquierda el riguroso pensador Carlos Pereyra, siempre y necesariamente ha de ser política, formal, representativa y pluralista.3 La existencia del Parlamento hace posible que la pluralidad política real de la sociedad obtenga representación formal. Por ello, lesionar la expresión legislativa de la pluralidad es un contrasentido democrático.
La evidencia empírica de nuestra historia política reciente demuestra que, sin la representación proporcional, partidos y gobiernos con apoyo minoritario en las urnas habrían mantenido a pesar de ello un amplio control del Congreso. Esos datos duros revelan, también con claridad, los riesgos de prescindir de los diputados plurinominales.
Tabla
Los datos de la tabla, así como las columnas de la gráfica, sintetizan de forma elocuente cómo en los últimos treinta años, desde la elección federal de 1991, ningún partido o coalición ha obtenido la mayoría de los votos ciudadanos a la Cámara de Diputados (barras en color azul de la gráfica). Entre 1997 y 2018, a lo largo de siete legislaturas, México tuvo por mandato popular una Cámara sin mayoría de un solo partido, lo que se conoce como “gobierno dividido” (barras en color gris). Pero si no hubiesen existido los plurinominales, y en la Cámara se eligieran nada más los 300 diputados de mayoría relativa, sólo en las legislaturas que iniciaron en 2000 y 2006 el presidente no habría tenido la mayoría de los diputados (barras en color naranja).
Gráfica
Lo anterior se explica porque en la mayoría relativa basta con tener un voto más que los rivales en un distrito para llevarse al diputado correspondiente, mientras que las otras opciones políticas se quedan con cero. La mayoría relativa implica anular a nivel de distrito toda representación de las oposiciones, borrando la pluralidad. Así que la fuerza política con mejor presencia territorial, la que gana más distritos, podría controlar la Cámara simplemente con sus victorias de mayoría relativa aunque no cuente con el sufragio del grueso de los electores del país: se daría así una mayoría legislativa artificial.
Es claro que la representación proporcional corrige las distorsiones del sistema de mayoría relativa y permite una mejor traducción de votos en escaños en el Parlamento.
Sin la representación proporcional, el presidente Zedillo habría mantenido el control de la Cámara de Diputados también en la segunda mitad de su sexenio (1997-2000); Enrique Peña Nieto no habría tenido contrapeso legislativo en la Cámara a lo largo de todo su gobierno (2012-2018), e incluso el PRI como oposición se habría hecho de la mayoría absoluta de los diputados federales y del control de la Cámara en dos legislaturas más (de 2003 a 2006 y de 2009 a 2012). Sí, el partido territorialmente más fuerte, antes el PRI, sería el gran beneficiario de la ausencia de los diputados plurinominales. Ello en detrimento de la representación de la pluralidad política que se hace presente en las urnas desde hace al menos tres décadas. La intención de eliminar hoy los plurinominales tiene cierta añoranza por un partido que pueda controlar al Congreso aun sin recibir más de la mitad del respaldo ciudadano.
Como se ve, la existencia de 200 diputados de representación proporcional de un total de 500 está en la base de la transformación del sistema político mexicano de las últimas décadas, pues permitió la independencia del Legislativo ante el Ejecutivo e hizo efectiva la división entre esos poderes y ya no la sumisión del primero ante el segundo.
En las últimas legislaturas, aun sin obtener la mayoría de los votos, la coalición gobernante consigue la mayoría de los asientos en la Cámara. Eso es posible porque la Constitución (artículo 54) aún permite una sobrerrepresentación del porcentaje de legisladores superior en ocho puntos al porcentaje de votos y porque las coaliciones, incluso, dan lugar a que ese límite constitucional se vulnere como sucede desde 2012.4 Cabe recordar que durante décadas la izquierda propuso una fórmula de integración de la Cámara de Diputados que reflejara con nitidez el peso electoral de cada partido en el número de legisladores que le corresponderían. Esa bandera en favor del equilibrio entre apoyo popular y representación parlamentaria ha estado en el olvido por demasiado tiempo.
El Senado, por su parte, no se concibe como un espacio de representación de la pluralidad social sino del pacto federal. Desde la reforma de 1996, cada entidad federativa tiene tres legisladores, dos de ellos asignados a la fuerza más votada y el otro al segundo lugar. Así, quien gana en un estado se hace del 66.6 % de la representación de la entidad (aun cuando es inusual que algún partido o coalición llegue a ese alto porcentaje de apoyo popular), mientras que el segundo lugar tiene siempre el 33.3 % de la representación local. Hay, además, 32 senadores de lista nacional repartidos proporcionalmente según la votación del país. Con esto último se altera la igualdad de representación de las entidades federativas en el Senado. Así que, en vez de medidas para buscar premiar más a las mayorías, o mejor dicho a las primeras minorías, puede ser más pertinente recuperar la esencia del Senado: idéntico peso de las entidades, al tiempo que se permita la representación de la diversidad política local. Para ello bastaría que cada entidad tenga el mismo número de senadores, cuatro, y que sean repartidos en cada estado por un criterio de proporcionalidad directa.
La intención de abolir la representación proporcional no tiene otro fin que lesionar la representación legislativa formal de la pluralidad política real. Para dar ese regresivo paso se requiere cambiar la Constitución, por lo que la coalición del gobierno necesitaría del apoyo parlamentario de la oposición. Sería un respaldo opositor carente ya no sólo de norte democrático, sino de sentido de supervivencia. Confiemos en que ese grave extremo no se verifique.
Por el contrario, ante el indeclinable pluralismo político de la sociedad mexicana que se hace patente una y otra vez en las urnas, se antoja más atinado dejar atrás las trabas con las que el otrora partido hegemónico buscó, sin mucho éxito por cierto, garantizarse el control artificial del Congreso —como la cláusula que permite una sobrerrepresentación legislativa del 8 %— y avanzar, al fin, hacia una integración parlamentaria donde cada grupo tenga el peso que los ciudadanos le confieran en las urnas.
Ciro Murayama
Economista. Es consejero electoral del Instituto Nacional Electoral. Su más reciente libro es La democracia a prueba.
Publicada en Nexos