CON SINGULAR ALEGRÍA

/ POR GILDA MONTAÑO /

 

Porque alguien se tiene que dar cuenta de que lo más significativo del ser humano es su propia vida…

Casi quince de septiembre. El lunes, informe del gobernador del Estado más importante de la república mexicana.  Y como usted, voy manejando y mientras, veo pasar la vida. Aparece en la esquina de sopetón y sin previo aviso, un ser que con un mini triciclo se esfuerza por ganarse unos centavitos. Y como payaso remendón, quiere hacer como que hace. Pobre, pienso: esto es la síntesis de la ruptura de todos los valores humanos. ¿Por qué? Porque a estos seres la maquinaria entera los tiene absolutamente olvidados. Sin embargo, este payasito, se ha posicionado en esa muy buena esquina de Las Torres y Heriberto Henríquez, lugar dorado, como si fuera lo mejor que le hubiera pasado, para poder conseguir de cinco en cinco, el sustento para el pan diario, solo por hacer una pirueta.

Se llaman malabaristas, se llaman payasos, se llaman limpia vidrios; se llaman jóvenes que nunca han tenido la posibilidad de estudiar, de ser obreros, o campesinos; o de ir a ninguna normal rural. Se llaman abandonados, se llaman desatendidos, renunciados, dejados de la mano de Dios. Se llaman olvidados. Se llaman pobres. Y nosotros con nuestro desdén, simplemente ni los volteamos a ver. Pero son seres humanos, como usted, como yo, que necesitan ser atendidos.

Todo esto que le cuento, ocurrió hoy mismo, en un santiamén, a media cuadra de donde vive el gobernador más poderoso de este país: el del Estado de México. Sí, sigo hablando de este pobre hombrecito, con cara de necesidad, con oficio de arrepentimiento, con mendrugos que le echamos porque –para qué estamos ocupándonos de estos cochinos peladitos– estos pobres seres a los que les tocó en vida ser los perdedores… ¿para qué?, piensa todo el mundo. Muy, muy triste.

¿Qué ya se nos olvidó Ayotzinapa? ¿Qué no tenemos ya alma para poder darnos cuenta de cómo nos pasa la vida? ¿De lo que hacemos bien, o mal? ¿O de lo que simplemente no hacemos? La vida tiene una varita con la que nos juzga. Y esto es a todos por igual.

Sigo el rumbo. A media cuadra paro. Voy por mis teléfonos que antes había dejado en la única casa de aparatos telefónicos celulares en donde Enrique es un genio que arregla todo lo desconfigurado. Feliz porque se salvan todos mis teléfonos, decido partir. Pero cuál no sería mi sorpresa que en medio de la grande-grande avenida Las Torres veo a tres policías, de esos que cuando yo era joven me parecían los más terribles militares con botas aplastantes, y a los que siempre he tenido en mi alma y en mi conciencia como repudiados.  Yo viví 68, y me dan un profundo miedo. Y pregunto: ahora con la guardia perteneciente a la Defensa Nacional, ¿qué pasará?

Uno de ellos ya traía al payasito enredado: a un hombre de un metro, de escasos cuarenta kilos, dándole de patadas, y deshaciéndolo en el piso. Mientras, un camión de lácteos paralizado detrás, viendo cómo trataban a este joven. Por Dios que se defendió como pudo. Mientras, yo corrí a gritarle a Enrique que viera lo que pasaba. La gente muerta de rabia, de indignación, de tristeza y de angustia gritaba: ¡déjenlo!

La palabra mágica surgió de repente cuando grité: ¡soy periodista! ¿Y creerán que los tres miserables policías que masacraban al pobre payaso agarraron la camioneta enorme y se fueron? Tengo miedo, porque están armados. Tengo miedo, porque tal vez este grito sirvió para que no lo mataran. Yo no sé las repercusiones que este escrito tendrá. Pero hoy salvé una vida. Y si para esto me sirve ser periodista. Sí, lo soy. A mucha honra.

 

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