La muerte a debate.

María Elizabeth de los Rios Uriarte

Resulta común que, ante escenarios desesperanzadores, se soliciten medidas trágicas que, sin resolver el problema de fondo, representen salidas fáciles. Es así como en nuestro país, como en varios más, ante la escalada de contagios por Covid-19 y las consecuencias en el deterioro de la vida especialmente de aquellos que sufren de condiciones médicas previas y edad avanzada, se haya solicitado que se permita la práctica de la eutanasia o del suicidio asistido.

Lo primero que hay que aclarar es que no es lo mismo eutanasia que suicidio asistido. La primera implica una acción u omisión que provoca la muerte de una persona por su naturaleza o en intención, sea cual fuere ésta. Este acto forzosamente involucra a un tercero que normalmente es el profesional de la salud. Por su parte, el suicidio asistido implica un auxilio al suicidio por parte de terceros, puede ser un médico, algún familiar o amigo cercano que provee al solicitante de los insumos necesarios para que sea él mismo quien los ingiera o quien se los coloque para provocar su muerte. La diferencia fundamental radica en que en la eutanasia el acto de ponerle fin a la vida de una persona lo ejecuta un tercero, generalmente un médico, y en el suicidio asistido es el mismo paciente el que pone fin a su vida habiendo sido ayudado por alguien más.

Las implicaciones jurídicas de una y otra práctica son distintas; mientras que la eutanasia no se encuentra siquiera tipificada como delito en nuestro fuero federal, un acto que provoque la muerte de una persona puede ser catalogado como homicidio y éste sí se encuentra contemplado en el artículo 302 del Código Penal Federal con una sanción que va de los 12 a los 24 años de prisión. Por su parte, el suicidio asistido se encuentra regulado mediante la figura de la inducción o ayuda al suicidio contemplada en el artículo 312 del mismo código estableciéndose una pena de 1 a 5 años de prisión.

Ahora bien, se ha propuesto en algunas regiones de nuestro país, desde hace varios años ya, que se pueda solicitar una u otra práctica ante el diagnóstico de una enfermedad terminal. De hecho, en 2017 la Constitución Política de la Ciudad de México determina en su artículo 6 inciso A el derecho a la autodeterminación de todas las personas y afirma que: “Este derecho humano fundamental deberá posibilitar que todas las personas puedan ejercer plenamente sus capacidades para vivir con dignidad. La vida digna contiene implícitamente el derecho a una muerte digna”. No obstante, no se aclara qué se entiende por tal concepto.

En este orden de ideas, más allá de si se puede o no regular una u otra práctica e incluso más allá de si morir mediante eutanasia o suicidio asistido alude a la dignidad de toda vida, el problema radica en la base sobre la que descansan las peticiones de una y de otra, así como en prever y establecer los límites y condiciones para practicarlas, ya que, de otra forma, se podrían realizar indiscriminadamente permitiendo el fácil paso del derecho a morir al deber de matar (a este argumento se le conoce como la “pendiente resbaladiza” y se usó después de ver que en países como Alemania al inicio de su regulación y Holanda se transitó de algunos casos bien ponderados a su implementación en numerosas situaciones que no contaban con las razones médicas ni jurídicas para solicitar tales acciones).

Caer en la desesperación provocada por el dolor extremo, el diagnóstico de una enfermedad incurable, la soledad y el aislamiento son motivos suficientes para no querer vivir más, sin embargo, no son razones; así, mientras que los motivos se fundan en emociones y, por ello, son cambiantes y volubles pudiendo ocasionar, en algunas veces incluso, arrepentirnos de las decisiones tomadas; las razones buscan verdades últimas y se asientan sobre la naturaleza humana que tiene vida y una vida racional, impregnada por un fin que la impulsa a buscar un sentido último a su existencia. Ante esto habría que preguntarnos: ¿realmente el sentido de nuestra vida es nuestra muerte? El debate debe ir más allá de los motivos y fundarse en razones.

La autora es profesora e investigadora de la Facultad de Bioética, Universidad Anáhuac México.

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