/ Jorge Fernández Menénde/
23/09/2021/ La comparecencia de la secretaría de seguridad ciudadana, Rosa Icela Rodríguez generó, por razones mayormente equivocas, múltiples reacciones, sobre todo en redes sociales. Por una parte, por el error de la secretaria cuando habló de los cincuenta estados que concentran la mayoría de los delitos federales (era obvio que se estaba refiriendo a cinco) y por la enjundiosa intervención de la senadora Lilly Tellez, que hubiera merecido un debate mucho más de fondo que la catarata de insultos de los legisladores morenistas.
Siempre he pensado que Rosa Icela es una de las funcionarias más sólidas del gabinete presidencial: es una funcionaria respetable, es buena operadora, seria, que se compromete con su trabajo y que no se esconde, como otros que terminan justificando su incompetencia en supuestas responsabilidades ajenas. Hasta muy lejos de ser un florero en el gabinete de seguridad.
Pero creo que la comparecencia tuvo errores de forma y fondo. La secretaria llegó acompañada por los secretarios de la Defensa, de Marina, por el jefe de la Guardia Nacional y hasta por el secretario de Gobernación. Pero era una comparecencia suya, como secretaria y donde sólo ella podía comparecer. El mensaje que envió la presencia de funcionarios de tanto rango en lugar de fortalecerla, la debilitó.
Hubo una frase clave en la comparecencia: “no venimos a ganar una guerra, venimos a ganar la paz”. Combatir a los criminales no implica declararle la guerra a nadie: la paz se gana haciendo cumplir las leyes. Cuando estamos en torno a los cien mil muertos en el sexenio, muchos más de los que tuvieron en su momento Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, y cuando la enorme mayoría de esos hechos han quedado en la impunidad, es evidente que no estamos ganando la paz. Y ese sólo dato ameritaría un debate de fondo sobre lo que realmente está ocurriendo, más allá de decir que el crimen se concentra en cinco estados, lo cual tampoco es estrictamente verdad: hay estados que concentran el mayor número de muertes, pero son muchos más los que están marcados por la violencia y la inseguridad.
El problema con la estrategia de seguridad es que no parece haberla y que todo se trata de una mezcla de contención con programas sociales que sirven para muchas cosas, pero no alcanzan para revertir la situación de inseguridad, mucho menos para ganar la paz.
Esta semana, la Casa Blanca envió al departamento de Estado sus evaluaciones sobre el narcotráfico global y México, como en todos las últimas décadas, está en la lista de los principales productores, introductores y comercializadores de drogas ilegales en la Unión Americana. El informe es particularmente duro con Venezuela, a cuyo gobierno, encabezado por Nicolás Maduro, acusa de ser parte más del entramado del crimen organizado. Con México, al que califica junto con Colombia de “socios claves” en la lucha contra el narcotráfico, el informe es mucho más benevolente, pero destaca un punto: pide al gobierno intensificar los esfuerzos contra el narcotráfico y sobre todo detener y juzgar a los capos de esas organizaciones criminales.
Ese es el reclamo que con mayor insistencia se le hace al gobierno mexicano. Hablar de una guerra fue y es un error, pero eso no significa que a los grupos del narcotráfico no se los deba golpear y a sus líderes someter y enjuiciar. El no hacerlo empodera a los criminales, que cada día se atreven a acciones que en el pasado no realizaban: lo que vemos hoy en Michoacán, en Zacatecas, Guanajuato, Chiapas, Tamaulipas, Jalisco, en muchos otros puntos del país, responde a esa lógica. Donde se ha roto esa inercia y se ha golpeado a los grupos criminales y se ha detenido a sus líderes, utilizando fuerzas federales y locales, como en la ciudad de México, es donde mayores éxitos ha habido contra la inseguridad. Eso lo sabe perfectamente, por ejemplo, Rosa Icela. Y esa lección no parece aprehenderse.
Tuvo razón la senadora Téllez en exhibir esa situación y eso dolió en el oficialismo, pero sobre todo dolió porque no hubo refutación más allá, como decíamos, que recurrir a los insultos. Pero también se equivocó Lilly en calificar a militares y Guardia Nacional de “edecanes”. No lo son, al contrario, en muchas ocasiones son las víctimas (en el sentido más estricto de la palabra) de una estrategia diseñada por autoridades civiles. En lo que va del sexenio han sido asesinados unos mil 300 militares y policías. No sólo eso, militares y policías muchas veces son penalizados cuando reaccionan utilizando la fuerza, incluso en hechos muy comprensibles. Un ejemplo: hay 23 elementos de élite de la marina detenidos en el campo militar número uno porque fueron acusados de matar a un narcotraficante en Tamaulipas, acusación realizada por los familiares del victimado. Están presos desde hace meses y el proceso contra ellos ni siquiera comienza. Y son miembros de élite de la marina.
Hay que ser cuidadosos con las palabras, porque las palabras cuentan: la Guardia Nacional o las fuerzas militares abocadas a la lucha contra el crimen son instrumentos, de enorme utilidad y muy buen diseño. Pero su efectividad, como todo instrumento, depende de la forma en que se utilice. El error está en la estrategia y sobre ella no se admite debate. Ese es el problema.