La ceguera del conspiracionista

JESÚS SILVA-HERZOG.

En el reflejo ante la crisis se juega el destino de los gobiernos. Más que la coherencia del plan o la disciplina para ejecutar lo programado, importa el modo en que se encara lo imprevisto. Importa, sobre todo, la reacción ante lo indeseado. ¿De qué modo responde el gobernante al contratiempo? ¿Qué oídos presta a la información desfavorable? En ese reflejo se decide la posibilidad de enmienda o la obstinación en el error. Ahí se define, a fin de cuentas, el trato del político con la realidad.

No son alentadoras las señales. El presidente está curtido para la tenacidad, para la perseverancia, pero no tiene la ligereza para soltar sus preconcepciones, no tiene la agilidad para adaptarse a lo inesperado. Es entendible: así ha hecho política toda su vida. Pero las herramientas de ayer no sirven para la tarea de hoy. Solo puede terminar mal el gobierno que se niega reconocer existencia de lo que le disgusta. No pido autocrítica al gobierno. No es tarea de un gobierno el realizar la denuncia pública de sí mismo. De lo que hablo es de otra cosa, necesariamente discreta y políticamente crucial. Valentía para someter cotidianamente su prejuicio a prueba. Honestidad para recoger los fragmentos de realidad en donde quiera que se encuentren. Si de un enemigo viene ese aviso de verdad, habrá que aceptarlo con tanta o mayor disposición que si viene de un adepto. Pero lo que se aprecia en estos meses de gobierno es un hermetismo que pone en riesgo la comunicación con la realidad. No parece buena idea el responder cada crítica con la misma respuesta: vamos bien, tengo otros datos y estoy de buenas. Al descartar cualquier amonestación, el gobierno se fuga al confortable territorio de sus fantasías para escuchar la melodía de sus aduladores. De ellos, no de sus críticos, debería cuidarse el presidente.

El reflejo que se activa con toda naturalidad en el presidente es el de la conspiración. Lo vemos cotidianamente en sus intercambios con la prensa. Ante el más discreto asomo de cuestionamiento, la reacción es cuestionar la afiliación de quien pregunta y el impacto de la sospecha. Quiéranlo o no, quienes ofrecen una versión distinta de la presidencial, sirven a las peores causas. Son títeres de esas fuerzas del mal que han estado presentes a lo largo de la historia de México. Bajo esta lógica, hacer una pregunta es preparar el terreno para un golpe de estado. Como lo vio con admirable perspicacia Elias Canetti, la paranoia es la enfermedad del poder. Imaginar que el mundo entero conspira contra el redentor, estar convencido de que todos aquellos que no se unen con entusiasmo a la causa, son conjurados que pretenden destruirlo. Así actúa el presidente López Obrador. Así ha sido durante toda su vida pública. y no ha cambiado ni un milímetro durante su presidencia. Cuando alguien le formula una pregunta auténtica, escucha una amenaza; donde aparece un dato desfavorable, advierte intriga; cuando enfrenta una postura independiente, percibe deslealtad.

No hay porcentaje inocente. Ese dato sirve al viejo régimen y por lo tanto carece de realidad. La paranoia termina dándole chanclazos a la estadística, como si fuera un bicho molesto al que se puede aplastar. Ese es el efecto intelectual del maniqueísmo épico. Funda en una pretendida superioridad moral, su ceguera. Descarta, de ese modo, cualquier responsabilidad. En la piedra monolítica de las convicciones no puede haber grieta. El problema no puede estar en su gobierno. Esa posibilidad está definitivamente descartada. El problema está donde ha estado siempre: en los enemigos de la patria que conspiran contra la justicia. Es por eso que llega al extremo de insinuar golpismo. Por eso dice, sin mucha sutileza, una barbaridad: la prensa que hoy nos critica es la misma que mató a Madero. Debían darme las gracias por haberlos liberado y se atreven, ingratos, a cuestionarme.

El conspiratismo presidencial es la razón petrificada. Es la historia convertida, no en enseñanza de prudencia, sino en embrujo. La historia de México entendida como la puesta en escena de un solo y grande conflicto entre los buenos y los malvados: los patriotas liberales y los traidores. En ese teatro que le da la espalda a la realidad ha decidido residir el presidente de México.

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